Pienso en París y me pregunto si conseguiré retener en la memoria esos días para siempre. Recuerdo como dudábamos de si el tren que cogíamos era el correcto, el que nos llevaría hasta el centro de la ciudad, y recuerdo como mirábamos el plano de metro que nos parecía un laberinto las primeras veces, y recuerdo como subíamos la calle Cardenal Lemoine, desde la parada del metro hasta el cruce con Rue Descartes, con las maletas a cuestas, sintiendo el frío en la cara de un diciembre francés, pero acalorados por el esfuerzo, y como nos recibió la casera, y como nos reíamos de su manera de hablar mientras descansábamos en el sofá de nuestro pequeño apartamento, con las maletas a un lado, eufóricos de tener una semana por delante en París.
Luego pasaron muchas cosas, sobretodo dentro de nosotros. Andábamos titubeando nuestros primeros días, pero felices, y luego felices pero sin dudar, en una ciudad que era nuestra, solo tuya y mía y que siempre nos pertenecerá. Paseamos esa noche, recorriendo las calles del barrio latino, mirando todas las tiendas, tan diferentes a lo que vemos en España, y yo ya estaba feliz de haber viajado a París contigo, porque solo ese paseo ya valió todo lo que gastamos allí, y a lo lejos vimos la parte alta de la Catedral de Notre-Dame, guiándonos hacia ella como un faro a los barcos en la oscuridad de una tormenta. Y yo pensaba que siempre será un lugar especial, aunque lleguen inmigrantes asiáticos, magrebíes o africanos con sus negocios, cambiándole la cara a ese barrio, pero por eso mismo seguirá vivo, en metamorfosis. Notre-Dame nos recibió de una manera íntima, sin las multitudes que veríamos días más tarde, como para darnos la bienvenida de una manera especial, para que admirásemos la enormidad de su historia mientras la observábamos desde la plaza, desde los puentes, desde el río...
Recuerdo la ilusión que me hizo bajar pronto, por la mañana, al día siguiente de haber llegado y encontrar la placa que decía que Ernest Hemingway vivió varios años en nuestro edificio, que el día anterior permanecía oculta por los toldos de los restaurantes. Y recuerdo la foto que me hiciste con ella, y como mirábamos el mapa a cada momento, y yo sentía algo raro al dirigirnos a Gare d'Est para abandonar París solo unas horas después de haber llegado, y pensaba en como Hemingway miraría esas calles hace noventa años, cuando todo eso ya estaba antes de que nosotros naciéramos, y antes de que los estudiantes explotasen en la última rebelión juvenil europea, y antes de que Hitler pasease creyéndose Dios por las solitarias calles, y antes de que el mismo Hemingway se emborrachase de alcohol y de vida por las mismas calles por las que tu y yo viviríamos una semana.
Recuerdo la lluvia que nos recibió en Reims, y me sorprendí a mi mismo sintiéndome seguro pese a la lluvia, pese al frío, todo porque estabas a mi lado y contigo siempre me he sentido seguro y feliz, y pensaba en eso mientras vagabundeábamos sin rumbo por las calles, probando el vino caliente y mirando todos los detalles, sin querer perder nada de esos días, ni siquiera la lluvia ni el frío. Comimos bien en un restaurante, mientras en la mesa de al lado nos miraban raro porque les habíamos copiado la comida cuando tu pediste lo mismo que ellos señalándoles directamente, y nos reímos, y caminamos, caminamos y caminamos, y también vimos a los ancianos franceses jugando a las cartas en un bar en aquel invierno francés.
Y luego vino la catedral. Fue mágico estar en una plaza a oscuras, con toda aquella multitud mirando aquella construcción de ochocientos años, y como se iluminó, y como permanecimos concentrados en aquellas luces, y como nos acercamos después a ver a los santos, que parecían pintados gracias a esa luz. Y luego volvimos a París, al apartamento, a nuestra casa.
Pasaron muchas cosas esos días. Recuerdo esa noche que nos emborrachamos en un bar lleno de estudiantes, y como éramos felices rodeados de juventud y alegría, en el día previo al fin de año, y todo se nos puso de cara, y el camarero nos invitaba, y la chica francesa habló con nosotros y nos recomendó lugares, y aquella pareja que también estaba de vacaciones, a los que abordé cuando tu fuiste al baño, porque te daba vergüenza que les preguntase si hablaban español. Lo pasamos bien y bebimos los cuatro juntos y brindamos por París, y tu no parabas de reír.
Caminamos una eternidad una noche, volviendo a nuestra casa, perdidos y desconcertados, cuando los trenes se pararon a las dos y nos abandonaron en un punto indeterminado. Pero siempre salimos airosos, y contigo siempre veo todo positivo, y eso sirvió para que se me grabase una imagen mágica, cuando ya estábamos en nuestro barrio, subiendo la cuesta que daba a nuestra calle y miré hacía la derecha a través de un callejón y vi la cúpula enorme del Panteón, donde están enterrados todos esos hombres grandes de Francia, justo al lado de casa, y pensaba como un barrio puede albergar casas tan humildes como la nuestra y construcciones con tanta historia y grandeza como esa.
Recuerdo ver París desde la Torre Eiffel, y el vértigo que sentía cuando miraba hacia arriba, y la gracia que a ti te hacía que alguien sienta vértigo mirando arriba y no abajo, y nos abrazamos y nos besamos, y caminamos, caminamos y caminamos. Ese día comimos en un pequeñísimo restaurante francés, con sus manteles de cuadros rojos y blancos, su suelo, paredes y vigas del techo de madera, como las de nuestra casa, y aún saboreo aquella tarta de limón casera y veo al camarero agachado hablándonos en inglés con ese acento francés.
Montmartre fue mi lugar preferido de París, pero antes tenía miedo porque dos años antes estaba lleno de carteristas, pero siempre se nos ponía todo de cara, y después de subir al Sacre-Coeur, recorrimos sus callecitas, empinadas y empedradas, con cientos de artistas en aquella plaza, donde te abordaban para hacerte una caricatura, y recuerdo esos callejones donde no había nadie, a solo unos metros del bullicio de turistas, y como descubríamos en cada rincón pequeños parques centenarios, la tumba de Saint Dennis, escaleras de piedra que nos hacían callejear sin remedio y cientos de maravillas.
El cementerio con Oscar Wilde y los besos de pintalabios marcados en su cristalera, Jim Morrison, con sus admiradores, sus flores y sus botellas de Whiskey, el Moulin Rouge, ya sin ese alma que tuvo cuando artistas y prostitutas se mezclaban en la locura de finales del siglo XIX, y pienso que ya no quedan artistas, solo prostitutas, pero permanece París, porque es verdad que París no se acaba nunca, y nos acogió, nos dio la felicidad, nos mostró su belleza, nos inspiró. Todo eso ya se acabó para nosotros, hasta que volvamos a visitarlo, y será muy bonito otra vez, pero nunca será igual, y pienso en todo aquello mientras escribo esto y me pregunto si dentro de muchos años lo recordaré tan bien como lo recuerdo ahora, y si recordaré tu cara irradiando felicidad y haciéndome feliz a mi, y si después de que nosotros desaparezcamos, alguien sentirá lo mismo que nosotros mientras recorre esas calles, y después de ellos vendrán otros, pero nosotros ya formaremos parte de la historia, porque esa fue nuestra ciudad y porque esos días serán para siempre.