lunes, 6 de abril de 2020

La casa encantada en "Nuestra parte de noche", de Mariana Enríquez.

Aterrador y magistral fragmento en el que un grupo de amigos adolescentes entran en una casa abandonada.

"Gaspar fingió hacer fuerza, apretar los dientes, hacer palanca. No estaba haciendo, en verdad, más que apoyar el fierro en la juntura de la puerta. Ya se había abierto. La pateó con fuerza para que pareciese que el movimiento había sido el mismo, que la patada acompañaba el esfuerzo de los brazos y la palanca. Cuando se abrió, todos retrocedieron. Gaspar tuvo que agacharse a respirar para tratar de tranquilizarse: una vez más no se había esforzado físicamente, pero su cuerpo reaccionaba como si hubiese trasladado algo muy pesado. Por esos minutos de recuperación no vio lo que había hecho retroceder a los demás.
En el interior de la casa había luz.
Adela entró, decidida. Gaspar la siguió y notó que los otros dos iban detrás de él. Vicky le agarró la mano y él se la apretó. Lo que veían era imposible porque la luminosidad parecía eléctrica. pero del techo no colgaban lámparas: había agujeros con cables viejos que asomaban como ramas secas. También olía a desinfectante. Tenía algo de hospital, pensó Gaspar, y no dijo nada. Junto a la puerta, del lado de adentro, había un teléfono negro, viejo. Estaba desenchufado, se veía el cable arrancado, pero Vicky le dijo a Gaspar al oído: ay, que no suene. Pablo, un poco más lejos, daba vueltas sobre sí mismo mirando alrededor.
–Es demasiado grande –dijo sin mirarlos–. La casa. Es más grande de adentro que de afuera.
Tenía razón. El living, o el hall de entrada, o lo que fuese ese primer ambiente, parecía un salón vacío y tenía tres ventanas, aunque desde afuera solo se veían dos. Solo había dos. Gaspar sintió que Vicky le clavaba las uñas en el brazo, en el sano, ella tenía cuidado, jamás le había dicho que no le dolía, tampoco a Pablo, y eso que Pablo sabía lo que había pasado. Después dijo en voz alta:
–Salgamos. Está zumbando.
Ahora Gaspar también oía, aunque muy tenue, a una frecuencia muy baja, parecido a cuando el equipo de música quedaba encendido y vibraba casi imperceptiblemente. Era como si detrás de las paredes vivieran colonias de bichos ocultos bajo la pintura. Bichos pequeños, a lo mejor alados. Mariposas nocturnas. Escarabajos negros. Pensó que en cualquier momento la pintura, de un amarillo patito muy claro, se iba a desprender e iba a dejar que salieran volando los bichos, se imaginaba muchas polillas, esos animales que cuando se los atrapaba quedaban convertidos en cenizas.
Ser huérfano era cargar con cenizas.
Adela se adelantaba, entusiasmada, sin miedo, entraba en la casa iluminada por su sol privado, la casa que era otra por adentro. Pablo le pedía esperá, esperá; pero ella no hacía caso. La vibración la atraía. La luz, que no era eléctrica, al menos no venía de ninguna lámpara en el techo, la hacía parecer dorada.
La siguieron hasta la siguiente sala, que tenía muebles. Sillones sucios, de color mostaza, agrisados por el polvo. Contra la pared se apilaban estantes de vidrio. Estaban muy limpios y llenos de pequeños adornos. Adela se acercó para ver qué eran: llegaban casi hasta el techo. En el estante inferior había objetos de un blanco amarillento, con forma semicircular. Algunos eran redondeados, otros más puntiagudos. Gaspar se animó a tocar uno y lo soltó enseguida, asqueado.
–Son uñas –dijo.
Vicky se puso a llorar. Pablo y Adela seguían mirando. Gaspar los observó. Estaban raros. Fascinados, pero como si recién se despertaran, adormecidos. Él y Vicky no, ellos estaban alerta. La sensación de que algo horrible iba a pasar era clarísima, al menos para él, pero se entregó. La casa los había buscado y ahí los tenía, ahora, entre sus dedos, entre sus uñas. El segundo estante estaba decorado con dientes. Muelas con plomo negro en el centro, arregladas; después los colmillos, que, le habían enseñado en el colegio, se llamaban incisivos. Paletas. Dientes de leche, pequeños. Gaspar adivinó lo que había en el tercer estante antes de verlo, era obvio. Había párpados. Ubicados como mariposas, igual de delicados. Pestañas cortas, oscuras largas, algunos sin pestañas.
–Hay que juntarlos –dijo Adela, excitada–. ¡A lo mejor alguno es de mi papá!
Gaspar la paró. Le detuvo la mano antes de que pudiese tocar los delicados restos humanos de los estantes. Y entonces se cerró una puerta adentro de la casa. Gaspar iba a recordar el sonido durante años, clarísimo. Un golpe firme, no un golpe de viento. Un portazo sin un chirrido. Un sonido seco y definitivo. ¿De qué parte de la casa venía? Era imposible distinguirlo desde ahí. Vicky se puso histérica y quiso correr, pero no supo hacia dónde. Pablo la agarró de la cintura, mudo. Gaspar lo miró con admiración y se encargó de Adela. La miró a los ojos –ojos oscuros y ofuscados– y le dijo, bien claro:
–Ahora vamos a intentar salir. Hay alguien acá.
–No hables en voz alta –susurró Vicky, y Gaspar pensó las cosas tienen que estar claras porque ahora nos tenemos que salvar. Se sentía frío y decidido. Llevaba el fierro en la mano y sabía que era capaz de usarlo.
–Vicky, ya saben que estamos en la casa.
–Nunca tendríamos que haber entrado –dijo Pablo, y en ese momento Adela salió corriendo hacia la otra habitación. Gaspar trató de atraparla, pero ella logró escabullirse. La siguieron. Costaba un poco correr en la casa, como si estuviese mal ventilada, como si faltase el oxígeno. Ninguno le gritó que parase, pero tampoco la dejaron sola. La siguiente habitación era una especie de comedor: en el fondo se veían los restos de una cocina oxidada. No había mesa. Y lo que sí había no tenía sentido. Un libro de medicina, de hojas satinadas, abierto en el suelo. Un espejo colgado cerca del techo, ¿quién podía reflejarse ahí? Una pila de ropa blanca, aparentemente limpia, bien doblada. Sábanas. Adela quiso agarrar una y Gaspar la detuvo con firmeza, a punto de darle un cachetazo. No hay que tocar nada, pensó. Es como si todo fuese radiactivo. Es como Chernóbil. Si tocamos la casa, no nos va a dejar salir nunca, se nos va a pegar. Lo dijo en voz alta. Le daba miedo que la presencia en la casa escuchase su voz, pero no tenía alternativa. Era imposible ocultarse.
–No toquen nada. De verdad les digo.
Solamente tengo que sacarla de acá, pensó. Si hace falta arrastrarla, lo voy a hacer. Él también sentía, aunque en menor medida que Adela, la atracción: tenían que irse y no querían o algo los retenía.
–¿Y por qué? –preguntó ella–. ¡Puede haber cosas de mi papá!
–No conocés a tu papá.
–Esos dientes capaz eran de él. A lo mejor tuvieron a mucha gente acá adentro. Mucha gente. Vos y yo leímos que los militares usaban casas comunes para torturar. A lo mejor usaron esta y nadie sabía. Acá hay partes de mucha gente.
Adela dijo eso en un tono que espantó a Gaspar. Se acordó de Omaira en el lodo y sus ojos como cucarachas; se acordó de las pupilas fijas de su padre, pensó en un mundo de cristales negros y brillantes. Acá hay partes de mucha gente. Eso no lo había dicho Adela, aunque alguien había usado su voz. ¿Quién hablaba a través de ella?
–Tenemos que salir –dijo Gaspar.
Adela tembló bajo esa luz artificial. Gaspar sintió que estaban en un teatro: se supo observado. Y, cuando ella salió corriendo y se internó por un pasillo que quedaba justo al lado de la cocina oxidada en esa casa que por adentro parecía no tener fin, la detuvo. La tiró al piso y escuchó cómo el mentón resonaba contra el suelo. Ella se retorció bajo su peso y con una fuerza inexplicable logró sacar su único brazo y meterle los dedos en los ojos. En un segundo se había soltado. Gaspar no podía creerlo. Él debía ser por lo menos quince kilos más pesado que Adela y era fuerte, nadaba, sabía pelear. Sin embargo, no podía con ella.
Porque no estaba peleando con ella, pensó, estaba peleando con la casa. O con el dueño de la voz.
Vicky también trató de pararla y tampoco pudo. Pablo sencillamente la corrió, jadeando. Y después los tres la siguieron por un pasillo ancho que tenía varias puertas a cada lado, un pasillo imposible de largo, imposible que existiese en esa casita, metros y metros, con el piso de madera algo sucio, pero no abandonado, y las paredes con un empapelado de flores de lis. Los tres vieron cómo Adela abría una puerta que debía llevar a una habitación. Parecía un pasillo de hotel, se dijo Gaspar. Antes de entrar, ella se dio vuelta y los saludó con su única mano. Ninguno la paró, porque pensaban seguirla. No podían imaginar que después del saludo ella iba a cerrar la puerta. O que alguien iba a cerrar la puerta.
Gaspar supo entonces, cuando vio desaparecer su pelo amarillo en la oscuridad –la habitación en la que había entrado estaba oscura–, que esa puerta sí que no iba a poder abrirla. Que estaba fuera de su alcance. Lo sentía en el cuerpo y en la mente con una claridad luminosa. Primero quiso abrirla Vicky: el picaporte se movía, pero eso era todo. Ninguno había escuchado ruido de llaves. Después lo intentó Gaspar, aunque ya sabía que era inútil. Lo intentaron los tres, sin pensar en la presencia, en ese alguien más que podía estar en la casa. Usaron el fierro, dieron patadas, corrieron y se tiraron contra la puerta como habían visto hacer en las películas. No había manera de abrirla.
–Tenemos que buscar ayuda –dijo Pablo, y en ese preciso instante, como si hubiese dado una orden, se apagó la luz.
Vicky gritó y después empezó a llorar muy fuerte y muy alto y Gaspar se dio cuenta de que su llanto venía desde abajo; se había sentado o se había caído, no era fácil darse cuenta en la oscuridad, que era total.
–Dame la linterna –pidió, y Pablo tanteó su espalda hasta que dio con su brazo y Gaspar la tomó y la encendió. La luz era poca, pero tenía que alcanzar. Pablo también lloraba: reconocía ese llanto contenido y bajo. Él no tenía ganas de llorar. Él tenía que sacarlos de ahí, porque solos no iban a poder.
–Vicky –dijo–, levantate y agarrame de la cintura. Pablo, vos agarrala a ella, así no nos perdemos.
–¡Y por qué nos vamos a perder! –dijo Vicky, y en su voz había una nota de nena chica, de terror tan paralizante que Gaspar le apretó un brazo y se lo sostuvo con la mano que tenía libre mientras trataba de sostener la linterna. Se había metido el fierro en el bolsillo, que debía sobresalir aunque en la oscuridad no podía verlo. No le contestó a Vicky. Era obvio por qué podían perderse: las paredes del pasillo ya no estaban ahí. Eso ya no era un pasillo. La posibilidad de volver a atravesar la sala de los estantes (¿qué habría en los de arriba?, ¿corazones, pulmones, cerebros, quizá cabezas?) le daba miedo, pero sabía que no debían seguir adentrándose en la casa. Lo que había más allá estaba muy lejos de la calle, de sus casas, del barrio, de sus padres. Si Pablo se dio cuenta de que ya no estaban en un pasillo, no dijo nada. Lo escuchaba moquear en la oscuridad. Él mismo escuchaba a su propio corazón, demasiado rápido, salteándose algunos latidos. Levantó la linterna hasta la altura de su cuello e iluminó lo que ya no era un pasillo. Tenía el aliento de Vicky en la oreja y la escuchó decir:
–Prendé la linterna, por favor, por favor.
Se sorprendió. ¿Tendría los ojos cerrados?
–Está prendida –dijo.
–No mientas, ¡tarado! No veo nada.
Pensá rápido, pensá rápido, se dijo Gaspar. Si se entera de que está encendida la linterna y que ella igual no ve, va a pensar que quedó ciega. Si hacía como que no tenía pilas o que no funcionaba, ella se iba a enojar con Pablo. Si Pablo sí veía, a lo mejor entendía lo suficiente para callarse. Era mejor esto. Era mejor Vicky furiosa que aterrorizada.
–Yo tampoco veo nada –dijo Pablo. Ya no lloraba. Gaspar sintió que confiaba en él, que no tenía que cuidarlo. No podía explicar por qué sus amigos no veían. La linterna iluminaba poco espacio, pero muy bien. Se notaba que las pilas eran nuevas. Era un detalle que a Pablo nunca se le hubiese escapado.
–Es que se apagó. Vicky, tranquila, que yo algo veo.
Ella nunca se comportaba como una nenita. Por eso era tan fácil ser su amigo. Sin embargo, ahora estaba histérica. Y empezó a decir en voz alta, justo sobre la oreja de Gaspar:
–¡Es que no aguanto más el zumbido y aparte ahora hablan! ¿No escuchan que alguien habla?
Por eso estaba portándose así, pensó Gaspar. Vicky no se descontrolaba tan fácil: escuchaba cosas, le pasaba algo distinto de lo que le ocurría a Pablo o a él. Estaba encerrada en su cabeza, además de en la casa. Gaspar no oía nada en absoluto. Ni el zumbido –que sí había oído al entrar y ahora había desaparecido– ni por supuesto ninguna voz. Gritó en la oscuridad:
–Pablo, ¿vos estás bien?
–Sí –dijo Pablo, dudoso–. Y tampoco oigo nada.
–Bueno. Sostenela a Vicky, y caminen. Yo los guío, ustedes caminen. No se suelten.
Y no voy a escucharlos más, pensó Gaspar. Porque había iluminado hacia los costados y había visto las paredes cubiertas de enredaderas y musgo. Y, cuando iluminó mejor, entre las plantas había cositas blancas. Huesos. Algunos muy chicos. De animales, se dijo. De pollo. Al menos ahora parecía más una casa abandonada. Movió la linterna y vio un piano negro y, cerca, lo que parecían maniquíes colgando del techo. El piso estaba lleno de velas consumidas y dijo en voz alta:
–Cuidado que está resbaloso.
Vicky y Pablo no preguntaron por qué; a lo mejor imaginaban algo espantoso, pero Gaspar no pudo tranquilizarlos diciendo que se trataba de cera porque la linterna iluminó una ventana y lo que había del otro lado era imposible. Gaspar no quería detenerse a ver pero lo hizo: del otro lado del vidrio sucio se veía la luna sobre los árboles, muchos árboles, un bosque quieto, como si la casa estuviese en una colina, en un lugar más alto que permitiese ver ese paisaje, ese panorama. El bosque no le pareció lindo. También podía ser una pintura muy detallada, pensó. Una pintura de una ventana que daba a un bosque. Era eso. Igual la pintura tenía algo desagradable, parecía una trampa. Toda la casa era una trampa.
No iluminó más las paredes. Ni el piso. Siguió iluminando adelante, a veces seguro de que, si había alguien en la casa, iba a llegar el momento en que le sacara la linterna de la mano, lo golpeara (los golpeara) y los arrastrara hasta alguna de esas habitaciones oscuras, como la que había elegido Adela. ¿Por qué los había saludado así? Había sido un gesto tan chiquito, una despedida.
¿Y si el que había cerrado una puerta en algún lugar de la casa era el padre de Adela? ¿Y si seguía vivo? ¿Si no era un desaparecido, sino un asesino serial? Pablo dio un pequeño grito en la oscuridad y Gaspar preguntó qué pasa, qué te pasa.
–Algo me tocó. En la espalda –dijo Pablo.
–Basta –dijo Gaspar–. Vamos a salir. No te des vuelta.
Vicky no dijo nada. ¿Lo había oído a Pablo? Era imposible que no.
La linterna iluminó una escalera de madera con una hermosa baranda: llevaba a otro piso, arriba. El problema, claro, era que la casa de la calle Villarreal no tenía piso de arriba.
–¿Ves la puerta? –le dijo Vicky. Tenía el aliento muy caliente y olía a monedas. Pero ya no se la escuchaba tan asustada. Sus manos lo apretaban tan fuerte que dolía un poco.
–Ya llegamos –contestó Gaspar, y pensó: Adela se quedó encerrada en esta casa, Pablo está por tener un hermano, y a Vicky la quieren mucho. Basta, pensó. Papá, dame la puerta. Tenemos que salir.
–Vicky, ¿escuchás algo?
–El zumbido, pero menos.
Gaspar repitió sin mover los labios: papá, dame la puerta y sintió cómo la transpiración le humedecía la nuca, la espalda y siguió caminando.
La linterna iluminó la puerta, totalmente abierta. ¿Ellos la habían dejado así, de par en par? No importaba. Se apuró sin decir nada, por las dudas, y sintió el alivio de Vicky cuando ella también vio las luces de la calle, la noche afuera, y se desprendió de su cintura y salió corriendo a la vereda, a salvo. Pablo hizo lo mismo, instintivamente. Gaspar apagó la linterna y miró la casa. Seguía igual, desde afuera. Pequeña, fea, gris, las ventanas tapiadas. Oscura. Le dio la linterna a Pablo. No podía hablar. Vicky estaba distinta ahora: el pelo largo, despeinado, le daba un aire adulto. Lo abrazó rápido pero con fuerza, y le dijo estás todo transpirado, y después gracias, gracias. Afuera volvía a ser decidida."

Apocalipsis suave, de Will McIntosh

Un par de reflexiones interesantes:

"...Todo era propiedad común; lo compartíamos todo. El capitalismo era un lujo que no podíamos permitirnos. Es asombrosa la velocidad a la que se desmoronan incluso las creencias más arraigadas en época de vacas flacas."

"La gente parecía más dispuesta a arriesgarse que cuando yo era pequeño. Tal vez se debiera a que no esperábamos vivir tantos años como nuestros padres.
¿Era eso? ¿Pensábamos, simplemente: «Por qué no arriesgarme, si voy a morir pronto de todos modos»? Pues sí, así nos lo tomábamos. Cuando era pequeño, estaba seguro de que llegaría a los noventa años, puede que a los cien. Desde entonces, la estimación había ido tendiendo a la baja. En esos momentos pensaba que, si la situación no mejoraba, tendría suerte si llegaba a los cincuenta."