domingo, 10 de octubre de 2010

La ola

Dunas de arena me rodean, dejando ante mis ojos el azul de un despejado cielo de verano y el blanco amarillento de una playa idealizada. De repente una gigantesca ola revuelve todo en una espiral y me arrastra hasta lo profundo de un bosque, pero lejos de hundirme, me deslizo dejándome llevar por el agua, acariciando las copas de los árboles.
Después, una larga marcha hasta casa, observando grandes extensiones de planicie cubierta por el fango, campos de cultivo destrozados. El camino se alarga como una sombra en las últimas horas de una tarde de verano. La ciudad es un caos, la civilización desaparece debajo de una capa de realidad que la naturaleza ha depositado salvajemente sobre nuestro rastro.
La noche cae sobre la ciudad y nos devuelve a un estado primitivo, sin luces disparadas sobre los tejados. Todo lo que habíamos logrado se desvanece con la velocidad de un cristal resquebrajándose bajo una lluvia de piedras. Ya no importa nada, a nadie le importamos nada, nada me importa nada. Me uno a la danza de la muerte, a la jauría humana, preocupada más por mutilar a su semejante que por parasitarle.
Rompe la tranquilidad de una casa en la oscuridad. El silencio de la madrugada asaltado por lo desconocido. Ya está aquí, pero no temas, se va a conformar con todo lo que tienes y te arrancará la vida directamente de las entrañas, pero conformándose solo si te humilla mientras lo hace. Y yo me uno a ellos, desprovisto de mi conciencia, o quizás utilizando todo el arsenal de destrucción que es mi imaginación. No perdonará a nadie, ni niños, ni mujeres, ni ancianos se salvarán de la brutalidad.
Pero hay héroes, un orden, una autoridad que es capaz de devolver todo a su sitio antes de que sea demasiado tarde, aunque algunos ya no entienden el concepto de tarde, porque yacen muertos desde hace días. Solo a los perros les importa devorar su cadáver. Recuerdo esa avenida donde la sombra de enormes árboles nos cobijaban de los rayos que castigaban ese verano en la ciudad.
Pero ahora esos árboles aparecen muertos, y a sus pies un transporte donde todavía arde con un curioso crepitar el cuerpo de la autoridad, de un héroe anónimo que se atrevió a plantarme cara. Ahora solo es un trozo de negro carbón con forma humana que descansa sentado dentro de un desfigurado amasijo de hierro y plásticos derretidos, torturados por el fuego.
Y ya no recuerdo en que momento me deje arrastrar por esa ola…