jueves, 29 de noviembre de 2018

"En otro país", traducción de "In another country", de David Constantine.

Llegué a este relato a raíz de ver la maravillosa película "45 years". Estuve buscando, pero no había traducción en español del relato, así que lo he traducido yo mismo.

En otro país.

Cuando la señora Mercer entró, encontró a su marido con un aspecto pésimo. ¿Que ocurre ahora?, preguntó, dejando sus bolsas en el suelo. Eso sobresaltó al señor Mercer. No puedo dejarte sólo ni un minuto, dijo ella. La han encontrado, dijo él. ¿Encontrado a quien? Esa chica. ¿Que chica? Esa chica de la que te hablé. ¿Que chica es esa? Katya. ¿Katya? dijo la señora Mercer comenzando a apartar las cosas del desayuno. No recuerdo a ninguna Katya. No recuerdo que me contases sobre ninguna Katya. Te cuento todo, dijo él. Siempre te he contado todo. No sobre Katya. Ella cogió su taza y el platillo. ¿Has acabado aquí? Él los había apartado para hacer sitio para un diccionario. Él todavía estaba en batín con una carta en su mano. Mi Katya, dijo él. No pude acabar mi té cuando leí la carta. Ya veo, dijo la señora Mercer. Aquello la preocupó. La aterró. Limpió la mesa rápidamente. Disculpa, dijo ella, bajando los dos escalones desde la cocina, me acordaría. Ella es extranjera, por como suena. Te lo conté, dijo él. Su cara tenía un aspecto herido. Una cosa que él no soportaba era que ella no le creyese cuando él le decía que le había contado cosas. Lo olvidaste, dijo él. No, no lo hice, dijo ella. ¿Cuando fue? Eso le hizo a él pensar. Hace mucho tiempo, lo admito. Fue hace mucho tiempo. Lo que preocupaba a la señora Mercer tomó forma de repente. En la pequeña habitación, entró un torrente de fantasmas. Ella se sentó enfrente de él y ambos sintieron frío. Esa Katya, dijo ella. Si, dijo él. La han encontrado en el hielo. Ya veo, dijo la señora Mercer. Un instante después ella dijo: veo que encontraste tu libro. Si, dijo él. Estaba detrás de los encurtidos. Debiste ponerlo ahí. Supongo que si, dijo ella. Era un viejo Cassell's. Había palabras en la carta, escritas a mano, que él no conseguía entender y palabras en el diccionario difíciles de encontrar, en escritura gótica antigua; aún así, él la había entendido. Hace años que no leo una palabra en alemán, dijo él. Es curioso como comienza a volver cuando lo ves de nuevo. Seguro, dijo la señora Mercer. El trapo doblado permanecía entre ellos sobre la mesa pulida. Es este calentamiento global, dijo él, del que seguimos oyendo. ¿Que? preguntó ella. Por lo que la han encontrado después de todo este tiempo. Aunque era él quien tenía la información, su cara parecía pedirle ayuda a ella. La nieve ha desaparecido del hielo, dijo él. Puedes ver directamente dentro. Y ella todavía está allí tal y como era. Ya veo, dijo la señora Mercer. Ella lo estaría, ¿no?, añadió él, si te paras a pensar. Si, dijo la señora Mercer, si te paras a pensar supongo que si. De nuevo, con su cara y con un ligero levantamiento de sus manos llenas de manchas pareció pedirle ayuda para comprender. Bueno, dijo ella después de una pausa durante la cual acercó el trapo hacia ella y lo dobló una vez y luego otra vez. No puedo quedarme aquí sentada todo el día. Tengo que ir al club. Si, dijo él. Es martes. Tienes que ir al club. Se levantó y comenzó a salir de la habitación pero se detuvo en la puerta y dijo: ¿Que vas a hacer al respecto? ¿Hacer? dijo él. Oh, nada. ¿Que puedo hacer?.

Todo el día en trance. Katya en el hielo, la nieve inmaculada cayendo sobre ella. Él se cortó afeitándose, mirando fijamente su cara, tratando de rescatar al veinteañero de su piel actual. Goteo de sangre, espuma rosa por donde entró al jabón. Él intenta ver a través de sus ojos hacia donde quiera que el alma o el espíritu o como quieras llamarlo habita y que no concuerda con la carcasa en la que se encuentra. La pequeña casa le oprimía. No había habitaciones suficientes a donde ir, de habitación en habitación, ningún lugar donde calmarse. Él miró hacia el jardín de baldosas pero los vecinos de ambos lados estaban fuera echando un vistazo. Eso le hizo salir con solo su ropa de estar por casa a través de la carretera apenas hasta donde la carretera descendía bruscamente y la urbanización de casas idénticas era redimida por unas vistas al estuario, las montañas y el mar abierto. Se quedó allí imaginando a Katya en el hielo. Se quedó tanto tiempo allí que la dueña de la casa frente a la que estaba parado salió y preguntó: ¿Se encuentra bien, señor Mercer? Si, dijo él, y vio su propia cara reflejada en la de ella, horriblemente. Soy demasiado viejo, pensó. No quiero que todo vuelva otra vez. Los dos somos demasiado viejos. No queremos que emerja otra vez. Pero había comenzado.

No hay té preparado, dijo la señora Mercer, dejando su bolsa en el suelo. Él estaba extrañamente sentado en un lado del sofá, como si alguien estuviera a su lado. No, dijo él. No sabía que tomar. La sangre se había quedado seca y negra en una línea en medio de su barbilla. De todas formas, no me encuentro muy bien. Es el día de la semana en el que tomas té, dijo la señora Mercer. Lo sé, dijo él. Lo siento. Ella se puso a ello. Él entró detrás de ella y se quedó en la puerta de la pequeña habitación donde cocinaban y comían. Su inquietud era palpable. Tanto para quedarse de pie o sentarse como para hablar o no. Se encogió de hombros dos o tres veces. Al final consiguió decir: entonces, ¿a donde fue la excursión? Prestatyn, contestó ella alegremente. Fuimos a Prestatyn. Siempre disfrutas de tus excursiones, dijo él. Si, dijo ella. No me pierdo una excursión del martes si puedo evitarlo. Él se había distraído otra vez. Su cara estaba desolada y ausente. Sus dedos, bajo su propia voluntad, se tocaban unos a otros. Si, dijo ella. Fuimos al mercado de Prestatyn y me compré una blusa. Tengo que verla, dijo él.

Me estaba preguntando, dijo la señora Mercer cuando estaban cara a cara comiendo en la pequeña mesa. ¿Por que te escribieron sobre esa chica? Pasó hace mucho tiempo y, ¿no me dijiste que estabais de paso? Soy pariente, dijo él. La señora Mercer dejó su taza. Perdona. Quiero decir que ellos piensan que lo soy. Ella no tenía padre ni madre, ¿verdad?, si lo piensas. Además, ellos eran judíos. Muertos de todas formas, por la edad. Pero muy probablemente muertos antes de que murieran de viejos. Y ella era solo una niña, mi Katya. Si pero, dijo la señora Mercer. Si pero, ¿que? No veo que eso te haga pariente. Oh, les dije que estábamos casados, dijo el señor Mercer. Ya veo, dijo la señora Mercer. Tuve que hacerlo donde nos quedamos. No como hoy en día. Tenías que decir que estabais casados en aquella época. Y llevar un anillo de pega. Nosotros nunca lo hicimos, dijo la señora Mercer. No tuvimos que hacerlo, ¿no?, dijo el señor Mercer. No tuvimos que hacerlo porque estábamos realmente casados. ¿Y vosotros dos no? No, no, dijo el señor Mercer. Solo dije que lo estábamos. Nunca me dijiste que estuviste casado con otra mujer. Lo dije, dijo él. De todas formas, no lo estoy. Y si no lo hice fue para que no te preocupases.

La comida siguió y acabó. Vieron un rato la televisión. Se fueron a la cama. En la oscuridad fue inmediatamente peor y peor. ¿Que edad tenía ella?, preguntó la señora Mercer. La misma que tu, respondió él. Casi el mismo día. Te lo dije, las dos sois virgo. La misma edad que yo, dijo ella. Todavía la misma edad, si lo piensas. Lo estuvieron pensando.

Tan silenciosa era la casa de noche, tan silenciosas todas las otras casas alrededor de ella que mantenían a los ancianos en ellas y a los viejos solitarios o todavía en parejas durmiendo temprano, despertándose, tumbados despiertos y pensando en el pasado. Tanto pasado cada noche en el silencio posándose sobre esas casas, que parecían todas iguales, sobre la colina, acercándose sigilosamente a la roca y el barranco y cayendo al río donde se ensanchaba, se ensanchaba y terminaba en el mar. Fuimos de pueblo en pueblo, dijo el señor Mercer en la oscuridad. Teníamos un mapa por donde empezar, pero pronto se acabó. Preguntamos por el camino. A veces contratábamos un guía de pueblo a pueblo. Teníamos uno cuando ocurrió, curiosamente. A decir verdad, dijo el señor Mercer, yo estaba un poco celoso de él. ¿Quieres decir que ella flirteó?, preguntó la señora Mercer. Me refiero a que ellos hablaban el idioma y yo todavía estaba aprendiendo y no siempre conseguía seguirlos. Se reían un montón, hacían bromas que yo no podía entender. Además, se adelantaron un poco más de lo necesario, quizás. O quizás yo les dejé, quizás me retrasé a propósito y les dejé avanzarse, no se por qué. Estábamos en un camino alrededor de una roca púrpura y resbaladiza y el glaciar a la derecha de nosotros, por debajo. Ellos iban riéndose, yo debí haberlos dejado adelantarse. Entonces el camino rodeaba la cara izquierda de la roca y ellos se perdieron de vista. El penúltimo sonido que escuché de ella fue su risa cuando ella ya estaba fuera de mi vista. Y el último, su grito. Cuando llegué allí, ya no estaba y el guía miraba hacia abajo. Su cara era de un amarillo sucio, lo recuerdo. ¿Ella era rubia?, preguntó la señora Mercer. No, dijo el señor Mercer, tenía el pelo negro. Pensaba que sería rubia, dijo la señora Mercer, siendo alemana. No, dijo el señor Mercer, te lo dije cuando te conté toda la historia, su pelo era como el tuyo, negro. Como el mío, dijo el señor Mercer.

El miércoles era el día de la biblioteca. ¿Lo mismo otra vez?, dijo el señor Mercer. Sus manos estaban temblando, parecía asustado. Algo por el estilo, dijo la señora Mercer. Ve con cuidado.

Lo que sea que hay detrás de los ojos o alrededor del corazón o donde sea que se encuentre, lo que sea que no es nuestra carcasa se detendrá cuando lo haga la carcasa, pero mientras tanto nunca envejece, ¿verdad? Explícale de otra manera su agitación cuando piensa en Katya dentro del hielo: su calor corporal y su alegría noche tras noche como la señora Mercer en las casas de madera entre flores en la nieve surge ante él, un hombre viejo cerca del final, le llena de manera tan completa como lo hace su renovada sangre. La dulce primera chica, el dulce impacto de la simple contemplación de verla desnuda por primera vez. ¿Que voy a hacer al respecto?, se pregunta él mismo en voz alta. Nada. ¿Que puedo hacer?

A la hora de cenar, él dice: Este calentamiento global... ¿Que pasa con él?, dice la señora Mercer. Leí algo más sobre eso en una revista en la biblioteca. Por cierto, he leído ese libro que me trajiste, dice la señora Mercer. Perdona, dice él. Están muy preocupados en Suiza especialmente. ¿Donde está yendo toda el agua? Los glaciares se están derritiendo pero él agua no ha salido aún. Creen que está atrapada, como una presa. Ya veo, dice la señora Mercer. Temen que salga toda de golpe un día. Muy probable, dice la señora Mercer. Entonces ella dice: Cuando dices que ella está todavía en el lugar donde cayó, ¿significa que la gente puede verla si van y miran? Si, dice el señor Mercer. Eso es lo que dice la carta. Allí aún aparentemente, tal y como era. Veinte años, vestida como aquel día y aquella época. Ella saldrá cuando las aguas escapen con barro y rocas, y cualquier rastro humano será borrado en el camino. Pero nosotros estaremos muertos por entonces y convirtiéndonos en arcilla para la tierra.

Por la noche, en el absoluto silencio de las noches entre esas pequeñas casas donde los ancianos viven, ella nota que él se levanta de la cama y en la completa oscuridad busca su batín y sale de la habitación. Ella deja que se vaya. De que manera le ha afectado todo esto a ella. No preguntar demasiado, en paz por las noches y un poco de júbilo ordinario por el día, algo de conversación, algo de lo que reírse y no hacerle daño a nadie. Y no todo esto. Una rendija de luz apareció bajo la puerta de la habitación. Ella le escuchó pescando sobre su cabeza con el palo, tap tap, para enganchar la trampilla con el gancho y bajar la escalera, y así subir a la buhardilla. Se va a partir el cuello. Pero ella escucha crujir los escalones y su respiración agitada cuando llega arriba. Se va a congelar. Que frío estaba el espacio entre el tejado y el pequeño espacio habitable, frío penetrante y lleno de corrientes de aire, donde guardaban el pasado, sus trastos y pequeñeces, en cajas, bolsas, sobre estantes hundidos, en pequeños escondites empequeñeciendo contra el techo. Ella le escuchaba en el techo encima de la cama, rebuscando. Cartones deslizándose. Escuchaba los esfuerzos. Entonces silencio. Ella se durmió. Se despertó súbitamente aterrorizada por su ausencia. Se quedó parada con su camisón a los pies de la escalera, incluso ahí hacía frío, llamándole hasta que finalmente apareció, envuelto y tiritando, sin su dentadura, inclinado sobre el agujero, su cara de un gris azulado de frío y de pena, se agachó sobre el agujero por encima de la cara de ella que miraba hacia arriba, su halo de fino pelo gris, e intentó no decir nada preocupante pero no pudo e hizo un murmullo, las fotos agarradas con dos manos junto a su corazón.

Él se durmió tarde y llegó arrastrando los pies sin afeitarse. Su mano temblaba. Ella le preparó su té. Ya está bien, dijo ella. Si, dijo él. Pero le preguntó si podía recordar donde había puesto el atlas grande. Solo quiero mirar, dijo él. Debajo del sofá, porque era más ancho que gordo. Y mis botas, dijo él. ¿Perdona? Mis botas. Pero esas no son. No, no, pero siempre compro las mismas. Ella pensó que podrían estar en el trastero, debajo de la pecera vieja. Ese bastón que traje debe estar ahí también, dijo él. Seguro, dijo la señora Mercer. ¿Y pedirás cita para que te den algo que te tranquilice?

Él había encontrado las fotos y un libro de ella que él le llevaba en su mochila cuando ella se adelantó con el guía, y fuera de su vista, cayó a través de la nieve dentro de una grieta en el glaciar. Era un libro de poemas en escritura gótica con una águila nazi estampada en la cubierta interior. Entre las páginas había algunas gencianas, planas y casi negras. Pero azules si las mirabas el tiempo suficiente, un azul eterno. En las fotografías ella era tal y como era: delgada, con una falda larga, sonriendo, su cabello negro en una curva alrededor de su mejilla. Las montañas blancas estaban detrás. Los caminos en los que se paraba para ser fotografiada parecían a menudo vertiginosos pero en realidad eran lo suficientemente seguros, hasta el último. Se dirigían hacia el sur, más o menos, intentando encontrar el camino a Italia, como dijo ella que siempre había querido. Su idea era que habría una gran última escalada, muy alto donde sería difícil poder respirar, y después de eso todos los arroyos correrían en la otra dirección y ellos correrían hacía abajo con ellos, entrando en calor más y más a través de una increíble profusión de flores, y no muy lejos verían las viñas y eso sería Italia. Pero algunos días olvidaban donde estaban yendo y si un lugar era bonito se quedaban.

Una cosa que no te conté, dijo el señor Mercer a la mañana siguiente después de una noche silenciosa, aunque mayormente en vela, con los ojos abiertos y pensando. ¿Oh?, dijo la señora Mercer. Pediste una cita con el doctor, espero. Si, dijo él. Esta tarde. Estaba pensando de noche en una cosa que nunca te conté. Nunca se lo conté a nadie. Ni a un alma. Nadie lo supo nunca. Soy el único en el mundo que lo sabe incluso ahora, el único vivo, quiero decir. ¿Y bien? dijo la señora Mercer. Ella iba a tener un bebé. Mi Katya. Más y más lentamente la señora Mercer siguió con su tostada y la mermelada casera de ciruela damascena. Él se sentó, volviendo sus manos vacías. Su rostro, sabía ella, lo había confrontado, estaba mirando hacia ella con su mirada perpleja y suplicante, los ojos detrás de las gafas poco limpias. Supongo que pensé que podía molestarte en aquel momento. Ya veo, dijo ella después de un rato en el que su boca se había rendido intentando comer. Supongo que pensarías eso. Entonces ella llevó sus cosas a la pila y lo dejó sentado allí con las suyas.

Dejaron de estar juntos; comían juntos, dormían juntos, pero estaban en círculos separados. Casi de inmediato, como si fuese más allá de sus decadentes fuerzas, él renunciaba a apiadarse de su mujer y se refugiaba décadas atrás en el par de meses de un verano en los Alpes. Entre pensamientos y murmullos, él fue de un lado a otro, arriba y abajo, nunca se sabía en que andaba, ni en compañía de ella, cara a cara en otra comida o lado a lado en un paseo a la oficina de correos, fuese correo para ella o para él. Me pregunto donde pusiste ese gran diccionario médico. No estaba con el Cassell detrás de los tarros. En la buhardilla quizás. La escalera a la buhardilla estaba permanentemente bajada, estorbando el camino hacia la pequeña sala de estar. Un soplo de frío pasaba sobre la abertura. O el calor de su espacio habitable, traído aquí, era convertido en frío justo encima de sus cabezas. Él estaba allí arriba a menudo, rebuscando. En el mecanismo de su amor y su deber, ella le pidió que bajara cuando su comida estaba en la mesa. Pero también por las noches él subía allí, y ella le oía moverse y murmurar sobre el techo de la habitación. Entonces ella lloraba por ella misma, por la injusticia. No cabe duda, de que haces todo el camino hasta el final y cuando miras atrás, ¿no estás lleno de horror y decepción y deseo sin esperanza? Todo lo que ella quería era poder decir que no ha sido para nada, no ha sido una perdida de tiempo, los cincuenta años, que suman algo, si no un niño, algo creado y surgido entre marido y mujer de lo que podrías estar orgulloso, y casi tan importante como un niño. Y ahora todo esto: él escarbando a través de las capas, rebuscando a través de todas las pertenencias de ellos dos, para volver donde quería estar, en la época antes de ella. Una vez, con un rencor que torció su boca como si la pregunta fuese vinagre, ella preguntó: ¿De cuanto estaba? Seis semanas, respondió el señor Mercer. Calculamos que serían unas seis semanas.

El feto con seis semanas es una cosa diminuta colgada en la madre como una criatura hibernando. El diccionario médico estaba en la buhardilla en un lugar muy estrecho, donde los aleros bajaban entre una especie de muro falso de aglomerado. Pero el señor Mercer lo encontró finalmente, y dentro de él una fotografía del feto con seis semanas, y se sentó allí bajo la bombilla desnuda como un adolescente, observándola. Lo que le impactaba más cuando piensa en Katya y él era la imprudencia. Esa fue la palabra que le vino. Eramos imprudentes. Porque realmente, si estuvo mal cuando estábamos partiendo, que fue en Baviera, no fue mucho mejor hacia donde nos dirigíamos, que era Italia, y allí arriba en la nieve, el minuto en el que salimos que hicimos sino tener un bebé. Imprudentes. Obviamente teníamos que bajar otra vez tarde o temprano, fuera del aire afilado, las flores y la nieve, y afrontar nuestras responsabilidades en un mundo malvado que se ponía peor. Pero de nuevo cuando pensaba en ello no parecía para nada imprudente, porque de lo que estaba más seguro, años después, era de como de seguros estaban todos esos años atrás de que lo que él quería con ella y ella con él era tener un bebé y salir a vivir, y vivir juntos incluso por más tiempo. Y no se te puede llamar imprudente cuando sabes así de bien cual es tu propósito en la vida y actúas consecuentemente. Y sin embargo no caminaron a un lugar en concreto, solo a Italia y no importaba mucho dónde en Italia, cada día parecía tener suficiente sentido el ir desde donde estaban hasta donde acababan, y encontrando cualquier lugar agradable para quedarse como marido y mujer con su anillo de bodas falso. Y días en los que no querían ir a ningún lugar, sino quedarse en la cama y dar un pequeño paseo en el vecindario, cuando les apetecía simplemente con la misma decisión con la que partían a las cuatro de la mañana, terriblemente serios. Me pregunto como lo hicimos para comer, se preguntó allí arriba, en el espacio del tejado, como si alguien le estuviese preguntando. ¿Como nos apañábamos con el dinero para ir de ese modo día tras día, semana tras semana? Solo puedo suponer, se dijo a sí mismo en voz alta o en su cabeza, que Dios proveía y había gente buena por el camino. Tengo el sentimiento, dijo, que de alguna manera le gustábamos a la gente y de una forma u otra les alegraba que apareciésemos. Cuando el señor Mercer pensó en ella y en si mismo, pensó en ciertas flores y no en las gencianas, que no tenían pensamiento alguno, sino en una frágil y desnuda flor violeta que surgía en el propio hielo, tan pronto como había el mínimo trozo de hierba o tierra y el agua deshelándose alrededor de ella y corriendo rápido, ahí veías una o más de esas frágiles flores brotando rápidamente. Entonces, y aún más ahora, él quiso llamarlas, a esas flores, valientes: pero una flor era una flor y ni valiente ni cobarde ni nada, aunque la palabra 'valiente' le vino a la mente cuando pensó en esa rápida conquista de una oportunidad para brotar en cuanto el hielo se habría aunque fuese un poco. Y así era como él pensaba en Katya y en él, después de todo ese tiempo con Hitler, de donde habían venido y Mussolini, donde estaban yendo, allí arriba deambulando y teniendo un bebé en el mismo momento en el que le dieron la espalda a la civilización.


Martes otra vez. ¿Dónde es la excursión hoy, entonces? Preguntó el señor Mercer. A la señora Mercer le parecía que había envejecido diez años en una semana, si eso era posible para un hombre de su edad. El Paso de Herradura, dijo alegremente, y las cascadas Swallow, para ver algunos paisajes. Disfrutarás de eso, dijo.
En el momento en que la puerta se cerró detrás de ella, se puso las botas que no eran las botas, pero le gustaban porque siempre había comprado las mismas, y había preparado una mochila con los mapas y algunas provisiones para el viaje. Los mapas fueron los mismos, en escritura gótica con un par de excursionistas en la portada, con el traje de esa época y lugar. Los había encontrado en el desván con las fotografías que tenía contra su corazón, ahora en una billetera con la carta para demostrar que tenía derecho a verla en el hielo, si alguien con autoridad lo desafiaba. Cuando estuvo listo con un gorro, un bastón y dinero del lugar donde escondió el suyo, debajo de una de las vigas, escribió un mensaje para dejar en la mesa a la Sra. Mercer cuando ella regresara a casa de su viaje. Querida Kate, escribió: Lamento lo del té otra vez, pero confío en que entenderás que tengo que ir a verla como el pariente más cercano y estoy seguro de que todo volverá a la normalidad aquí contigo y conmigo después de eso. PD. He pedido otra cita en una semana para el lunes. Creo que le pediré algo un poco más fuerte para calmarme.

Donde la carretera se aleja de las idénticas casas, el señor Mercer se detuvo por un momento en la vista, en el estuario, en el río que se ensanchaba y se entregaba al mar infinito. Un rayo de luz del sol estaba en ese lugar donde agua dulce y salada se juntan y la sal absorbe todo el río, todos los arroyos de todas las colinas a lo largo de todo el camino, y no siente apenas diferencia, sino que continúa vasto y plano, y continua y continua no potable. Equipado para irse con dinero y algunas galletas para el viaje, el Sr. Mercer se concentró en un bebé de seis semanas formándose en una chica de veinte años dentro del hielo después de sesenta años, descubierta porque el glaciar había perdido su nieve, y descubierta allí, intacta. La buena mujer en frente de cuya casa se paró debe haberlo observado durante unos buenos diez minutos desde la ventana de su habitación antes de salir preocupada. E intentó de la mejor manera posible entonces, sacudiéndole suavemente, hablándole cerca de su cara ausente, para llegar a lo que todavía estuviese vivo en él allí, detrás de sus gafas y el brillo de las lágrimas.

domingo, 11 de noviembre de 2018

"La trampa de la diversidad", de Daniel Bernabé.

Reflexiones interesantes:

"El matrimonio homosexual, la memoria histórica, el lenguaje de género o la educación para la ciudadanía empezaron a ocupar portadas de los medios y a crear polémica.
¿Estamos afirmando que los ejemplos mencionados carecen de importancia? En absoluto. Es importante que un grupo social pueda tener los mismos derechos civiles que el resto o reconocer desde las instituciones nuestra historia y la dignidad de los republicanos olvidados. Lo que decimos es que estos conflictos culturales tenían un valor simbólico en tanto que permitían a un Gobierno que hacía políticas de derechas en lo económico validar frente a sus votantes su carácter progresista al embarcarse en estas cuestiones."


"¿Está el feminismo preparado para aguantar la seducción identitaria? Lo estará en la medida en que sus integrantes opten por la acción de base frente a su reflejo espectacular, en que elijan la acción colectiva frente a la respuesta individualista, en que se relacionen con su movimiento de una forma ideológica y no mercantil, en que las opiniones de Catherine MacKinnon o Angela Davis sean más relevantes que las de los suplementos de tendencias, en que centren su atención en las Kellys y las espartanas de Fuenlabrada antes que en Ana Rosa Quintana y en Oprah Winfrey."


"Para gran parte del activismo que hoy es considerado joven, pero que mañana ocupará las cátedras, las tribunas de opinión y la dirigencia de los partidos políticos de izquierda, la lucha política consiste en una relación de esferas escindidas ocupadas por grupos oprimidos que requieren atención dependiendo de la polémica dictada por la televisión o algún suceso puntual que los sitúe como centro de las desdichas."

"Quizá sea el momento de recuperar dos palabras: acción colectiva. Lo primero que hay que empezar a pensar es cómo sacar a las luchas de la diversidad de su tendencia a la atomización, el fraccionamiento y el individualismo. El repaso a los conceptos que el activismo usa insistentemente no es una cuestión semántica, es la prueba de que las palabras reflejan siempre la ideología que las impulsa. Debemos dejar de pensar cómo hablamos para pasar a hablar como pensamos.

No necesitamos más victimización, agitación de la condición de ofendidos, ni deconstrucción de opresiones, necesitamos análisis sobre la explotación y las discriminaciones, medirlas, comprobar sus relaciones con el ámbito de lo real. No necesitamos teorización acerca de privilegios, sino entender cómo las clases sociales operan en nuestra sociedad y cuáles son las relaciones que mantienen con la diversidad realmente existente."


"La política no puede quedar confinada en un edificio, de la misma forma que no puede ser un objeto amable y consumible que el votante, cada cierto tiempo, compra en un mercado electoral. La idea de que la política está para darnos cosas, como si fuera una máquina expendedora de refrescos en la que apretamos sin mayor criterio un botón, es abyecta. La política no puede ser un espectáculo del sábado noche en el que elegimos equipo con la esperanza de que nuestro tertuliano favorito tenga una intervención brillante. La política no tiene que ser amable, ni decir a la gente lo que quiere escuchar, que no es más que lo que otros interesadamente han sentenciado como lo razonable."