- Miren el edificio que quedará a la derecha en la avenida, es la casa de la moneda, del siglo XVII, de estilo colonial. La fachada tiene muchas esculturas talladas en piedra.
El furgón giró a la izquierda en la desierta avenida y los nueve hombres que viajaban dentro intentaron hacerse un hueco en las ventanillas del otro lado para observar el edificio. Enormes columnas de piedra flanqueaban la construcción. Ramírez se sentía casi en un paseo turístico. Estaban atravesando el centro de la ciudad y no se veía un alma. El enemigo había huido hacía días hacia el otro lado del río, que hacía frontera entre los dos países y partía la ciudad en dos. El cielo era de un gris plomizo, a punto de descargar lluvia en cualquier momento.
Castro era un amante del arte y un buen guía, probablemente mejor guía que capitán, pero Ramírez le tenía aprecio. Le había ayudado mucho en sus primeros días en la milicia, y era muy buena persona. Muchas veces habían hecho guardias juntos y se habían pasado horas hablando de pintura, de literatura y de cine, llegando incluso a discusiones acaloradas que siempre acababan con un imposible entendimiento. Pero ambos hombres se apreciaban, aunque Ramírez sabía que Castro era un pésimo militar.
La furgoneta avanzaba renqueante por la avenida mientras la casa de la moneda quedaba atrás. Ramírez echó un vistazo al grupo de hombres. Parecían incluso militares profesionales con aquellos uniformes color caqui, recién estrenados, todavía limpios y sobre todo con los fusiles de asalto que el enemigo había abandonado en aquel almacén en su huida precipitada. Todo eso contrastaba ridículamente con el furgón donde viajaban, de casi treinta años, que quemaba aceite más rápido que gasolina, pero dado el estado precario de la milicia, no habían podido conseguir nada mejor.
- Que les parece si paramos un rato junto al río antes de cruzar la frontera. Hacemos un alto y disfrutamos de las vistas antes de dejar el país.
Hubo un tímido murmullo de aprobación, pero Ramírez levantó la voz para desaprobar.
- Castro, no le parece que sería mejor cruzar cuanto antes, en una ciudad tan grande puede haber algún enemigo descolgado agazapado en los bloques de edificios.
- No se preocupe Ramírez, si no hemos visto ninguno en la avenida principal, es que ya han escapado los últimos. Además, ayer nos confirmaron por radio que el enemigo evacuó la ciudad hace cuatro días. ¡Relájese, hombre!.
Los chicos rieron descargando un poco de tensión en el ambiente y Ramírez sonrió pensando que le vendría bien estirar las piernas después de pasar las últimas horas encerrado en una posición poco cómoda en el furgón. Habían salido justo antes del amanecer y ya eran casi las once de la mañana.
Pararon el furgón junto al paseo que discurría paralelo al río. En algún momento, aquel paseo, la avenida y toda la ciudad había estado llena de gente, trabajando, corriendo a toda prisa pensando en sus negocios o simplemente paseando relajadamente, pero ahora estaba muerta y no se veía a nadie. Ni siquiera rastros de la guerra, puesto que el enemigo se había retirado de allí antes de que hubiese tiempo para alguna escaramuza. Casi parecía un paisaje parado en el tiempo, surrealista, algo post apocalíptico. A Ramírez le recorrió un escalofrío.
La puerta de la furgoneta se descorrió y Ramírez bajó de un salto junto con sus compañeros. Hacía frío aquella mañana y no se veía ni rastro de sol entre tanto nubarrón gris. Los fusiles pesaban en la espalda.Algunos chicos encendieron unos cigarrillos, mientras caminaban hacía el río. Llegaron al pequeño muro y se asomaron. Era un despeñadero de unos cuarenta metros. Al fondo, unas enormes rocas planas cubrían la mitad del cauce, mientras el río corría manso en la otra mitad, con un precioso azul turquesa manchado de un azul más profundo en algunas partes. Un poco más abajo, una pasarela atravesaba el río por encima de sus cabezas. El otro lado quedaba a unos treinta metros, y más allá se veían más bloques de edificios enormes. Aún tendrían un buen rato después de cruzar el río, antes de abandonar la ciudad.
Comenzaron a caminar en dirección a la pasarela, puesto que después se abría un parquecito donde podrían echarse sobre el césped un rato y descansar. Charlaban tranquilamente cuando comenzó una lluvia de metal sobre la pasarela y las pequeñas columnas de debajo que le puso el corazón en la boca a Ramírez. Se echaron al suelo gritando y buscando algún refugio. Parece ser que estaban al otro lado del río, pero bastante lejos, puesto que no le habían acertado a nadie. Les habían observado bajar de la furgoneta y habían esperado, relamiéndose, hasta que estuviesen a una buena distancia para disparar sobre ellos. Todo lo que podían hacer era cubrirse en el pequeño muro de dos palmos de alto que les separaba del precipicio. Ramírez asomó la cabeza por encima. Vio tres fogonazos en un edificio muy alto, a unas tres manzanas de distancia al otro lado del río, a unos doscientos metros, calculó. Volvió a apoyar su cara contra el muro. Estaba frío, pero el sentía que su cara ardía.
- Están lejos, Castro. Parecen pocos.
- Será mejor que volvamos a la furgoneta y subamos río arriba para cruzar por otro puente. Hay otro a unos cinco kilómetros. ¡Rojo, vaya hasta la furgoneta, abra las puertas y tráigala hasta aquí, nosotros le cubrimos!
- ¡A sus ordenes!
Los ocho hombres se asomaron disparando antes de apuntar mientras Rojo corría agachado, y Ramírez aprovechó para mirar por la mirilla. Esta vez solo vio un fogonazo, y rápidamente el autor del disparo se cubrió. Unos segundos después escuchó un grito apagado, casi un suspiro. Un par de decenas de metros a su izquierda, Rojo estaba caído en el suelo. Sintió algo caliente y viscoso en sus piernas. Miró. Era sangre, pero no le dolía porque no era su sangre. A su derecha había alguien boca abajo sobre un charco rojo tinto. Se dio la vuelta y vio un grupo de unos diez hombres que tomaban posiciones mientras les disparaban. Era una emboscada. Castro se había equivocado otra vez, pero esta vez iba a ser la última. Era el fin. Estaban totalmente a descubierto, les superaban en número y además tenían dos flancos. Que estupidez había sido parar allí.
Las balas silbaban a su alrededor pero Ramírez no las escuchaba apenas. Un murmullo de grititos lejanos y alaridos llegaba a sus oídos, pero su corazón apagaba todos los sonidos martilleando sus sienes con un sonido acolchado. Mientras disparaba sin ninguna esperanza, Ramírez solo pensaba en ese sonido. .
Ramírez sabía que iba a morir. Era el final. Pero no quería morir tumbado con la cara contra un muro. Pensó en el río. Probablemente se mataría en la caída, pero no tenía otra posibilidad, todo estaba perdido. En lo que pareció una eternidad, Ramírez empujó el fusil hacía delante descolgándolo de su hombro, pero no lo vio caer al suelo. Todo parecía discurrir a una lentitud exagerada. Ya en cuclillas, se dio la vuelta y apoyó un pie encima del borde del pequeño muro, cogió impulso y saltó con todas sus fuerzas, porque se acordó de la roca plana de la orilla y no quiso sino caer en el azul profundo. Caería en el agua de pie y comenzaría a nadar río abajo a favor de la corriente y cuando los enemigos hubiesen acabado con toda su patrulla, lo que no les llevaría más de un minuto, porque aquello era un fusilamiento, y llegasen al borde del muro, él ya estaría a bastante distancia, y quizás ni se molestarían en mirar, porque pensarían que se había matado en la caída, y él podría salir del río más adelante y buscar un puesto amigo de la milicia, pero mejor encendería un fuego antes y se calentaría dentro de alguna casa vacía.
En todo eso pensaba Ramírez, pero dejó de pensar y se dio cuenta de lo precioso que era el paisaje. Ya estaba volando a cuarenta metros sobre el río mientras miraba el turquesa del fondo. Sintió un calor agradable entre la nuca y la base del cráneo, algo como un abrazo maternal que le estremecía de placer, y se dio cuenta de que se había quedado suspendido en el aire y no le importó porque lo único que quería era disfrutar de aquellas maravillosas vistas. Vio a lo lejos los enormes bloques grises de edificios, incluso le pareció distinguir los fogonazos de los francotiradores en aquel edificio. El cielo seguía gris, pero todavía no había empezado a llover, y a la derecha, a lo lejos, después de la pasarela, estaba el puente que deberían haber cruzado. Pobre Castro. Era un inútil, pero él ya no le guardaba rencor. Se sentía feliz de poder disfrutar de todo aquello, mientras lo único que oía era su corazón latir con tanta fuerza que tapaba los demás sonidos. Solo podía sentirse agradecido de aquel momento eterno de levitación sobre el río, y no le importaba nada ya, porque era libre, despegado del suelo sobre la tierra, con esa reconfortante sensación cálida en su cabeza que le arropaba de la suave brisa fresca que corría sobre el río y pensó que había sido una buena decisión saltar, mejor que morir como un perro acribillado contra el muro, y sólo entonces comprendió que ya estaba muerto, y que en el momento de tomar impulso para saltar, una bala le había reventado el cráneo, y mientras pensaba en ello, miró abajo y vio su cuerpo destrozado sobre la roca plana, con un revoltijo de pelo y sangre en lugar de cabeza, pero no le importó, porque flotaba sobre el río y apreciaba de verdad el azul intenso del agua. Cerró los ojos y se sintió afortunado por todo aquello, por esas conversaciones con Castro, por las risas con los chicos, por aquel día fresco y gris y por que toda su vida acabase de esa manera tan mágica y tan especial, y miró por última vez al río disfrutando de sus aguas mansas. Y después de eso... Después de eso nada.