viernes, 14 de agosto de 2020

Los besos de Eva eran oxígeno.

    La lluvia y el frío borraron una mañana soleada, y el invierno había llegado. El verano había sido solitario y el invierno se presentaba frío e insoportable. Trabajo en el supermercado, cocina, cama. Rutina. Soledad.

Eva apareció como un ave exótica bajo la luz artificial. Uniforme de enfermera bajo el abrigo. Comenzamos a hablar y le di mi teléfono. Los dos estábamos solos y fue inútil tratar de ocultarlo.

Ella alumbraba mi vida, entre los tubos fluorescentes del supermercado y la bombilla desnuda de mi estudio.

Pienso que fue amor, que el amor puede llegar rápido. Igual de rápido que se puede ir.

Buscábamos que nuestros días libres coincidiesen para darnos calor. Los besos de Eva eran oxígeno. Me daban vida, la que valía la pena vivir.

Paseábamos. Yo le acompañaba al hospital, y le esperaba cuando acababa su turno. Ella también me acompañaba al supermercado y me sorprendía a veces mientras reponía productos en las estanterías.

No existía nadie más. No me importaba nada más, sólo Eva.

Pasé año nuevo solo, porque ella trabajaba esa noche en el hospital, pero me dijo que no importaba, que teníamos tiempo, teníamos todo el tiempo del mundo.

Paseábamos. Hablábamos. Ella dijo que quería vivir conmigo. Yo le dije que la amaba. Yo también te quiero, dijo ella.

En un mes ibamos a vivir juntos, yo dejaría mi estudio y me mudaría a su apartamento.

Cada vez tenía más turnos y parecía más cansada. 

Cuando todo se volvió irreal, yo perdí los nervios. Ella me tranquilizaba por teléfono. Todo va a salir bien, me decía. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Cuando dejo de contestar mis llamadas, no pude soportarlo. Vuelve a tu casa o te multaré, me dijo el policía. No me importa, tengo que verla, le contesté. Pero volví a mi estudio.

Una noche no podía dormir y llegué hasta su edificio. Llamé durante una hora al timbre de su apartamento, pero nadie contestó.

Me desesperé. El invierno y el frío quedaban atrás lentamente, pero yo me ahogaba. No podía vivir sin ella.

Cuando parecía que lo peor había pasado, fui a su hospital y pregunté por ella. Un doctor me sentó en un despacho vacío.

Eva salvó a mucha gente, pero un día ya no pudo más, dijo el médico. Yo notaba que me desvanecía, luchaba por aferrarme a su voz. La ingresamos, pero empeoró y no pudimos hacer nada.

Pobre Eva. Llegó en mal momento. Eva me hizo vivir, pero perdió su vida. Eva me hizo respirar, pero ella dejó de hacerlo. Yo no vivo más. Ya no respiro apenas. Porque los besos de Eva eran oxígeno.