domingo, 27 de diciembre de 2015

Primeros días en Los Ángeles.

Casi no podía esperar a arrancar y salir a toda velocidad a través de la enloquecida autopista de cinco carriles en pleno Los Ángeles, por fin en nuestra casa con ruedas para los próximos 22 días, la que nos llevaría a recorrer cuatro estados, a volar libres por las carreteras que se arrastraban a través de aquella parte de América, muy transitadas a veces, totalmente solitarias casi todo el tiempo. Esos caminos de asfalto que cruzan desiertos implacables escenarios de guerras olvidadas entre países que recién nacían, que trajeron a todos aquellos que huían del hambre hace casi cien años en busca de un futuro trabajando en los cultivos, que se asoman a los acantilados y a las playas de un mar embravecido y violento, puertos para Oriente, que suben en pleno verano hasta las frías cimas por encima de bosques inmensos como provincias y que tantas y tantas historias siguen contando, haciéndote sentir que parte de ti ya las ha vivido en el cine y en la literatura, pero a la vez dejándote expectante porque nada de lo que imaginas se va a parecer a lo que está a punto de ocurrir.

Todo confusión, conduciendo por primera vez en América el vehículo más grande que había manejado en mi vida, perderse era el menor de mis problemas, si al menos conseguía no embestir a los vehículos que me adelantaban por ambos lados y que solo me hacían ansiar aún más la libertad de los paisajes solitarios y abiertos que tenía en mente.

Hablar de Los Ángeles es hablar de muchas ciudades, y cualquiera de ellas con personalidad propia. Ni siquiera tuvimos claro nunca cual era el límite de la ciudad, porque a falta de cuarenta minutos para aterrizar, dejamos atrás una cordillera y a sus pies empezó un enjambre de casas que no acababa sino vertiéndose en el mar, justo detrás del aeropuerto. Cuarenta minutos de vuelo sobre la misma ciudad ininterrumpida, aunque puede que legalmente tenga diferentes nombres. Conocimos al menos varios: Long Beach, Anaheim, Carson, Hollywood... lo que parecía la misma ciudad eran diferentes distritos, pero a su vez lo que parecían diferentes ciudades eran una misma. Así de confuso, como su tráfico, era Los Ángeles.

Desde el aeropuerto el autobús recorrió unos veinte minutos por una avenida y después torció para seguir más de una hora por otra avenida. Casi hora y media sin salir de dos avenidas. Así de monstruosas eran las distancias y las dimensiones de esta mega-urbe, y ni siquiera era un trayecto de punta a punta precisamente.

Nuestras caras cansadas y sucias después de un viaje transoceánico no resaltaban entre una curiosa mezcla de pasajeros donde se podía encontrar cualquier cosa; trabajadores agotados volviendo a casa desde su trabajo en un restaurante de comida rápida (o quizás dirigiéndose a su segundo trabajo del día), ancianos seniles deseosos de contarles historias que sólo tenían sentido en su cabeza a cualquiera que escuchase, pandilleros con los que parecía mejor no cruzar una mirada y vagabundos sin destino aparente.

Así fue nuestro primer choque de realidad con la costa oeste estadounidense, que me hacía recordar a toda esa fauna trastornada del metro de Nueva York, rodeada de gente que pretendía no darse cuenta de que estaban allí, entre ellos. Un país donde todo es posible, incluso morir en la calle como un perro. Nunca en mi vida vi tanta gente durmiendo en la calle, ni tanta gente totalmente chiflada, hablando solos arrastrando carros de cartones y basura.

Después de ese autobús, Long Beach se presentaba como un barrio de jóvenes con dinero. Calles iluminadas, muchos restaurantes con aire moderno... Pero nunca hacía falta caminar más de dos manzanas para ver la otra cara.

Por la mañana, todo parecía diferente. Una bruma no dejaba ver el cielo azul, algo que luego se descubrió común en las mañanas de toda la costa californiana, se olía el mar desde cualquier punto, se oían las gaviotas. Efectivamente el Pacífico aguardaba literalmente a la vuelta de la esquina. Siempre soplaba una brisa fría por las mañanas en la costa, pero cuando el sol se levantaba del todo, hacía calor.

Césped recién cortado, un café americano en una terraza al sol, una bandada de gorriones esperan lo que pueda caer al suelo, mientras un anciano negro excesivamente abrigado esconde su carro de cartones tras unos matorrales y se refugia del sol bajo un árbol. Así eran esas mañanas de Long Beach, una sensación parecida a la de un complejo turístico, algo superficial, que esconde la vida en algún otro lugar.

Hollywood fue tal y como me esperaba, un amasijo de turistas peleando por hacerse una foto con la estrella del suelo de su actor favorito. Claro que nosotros nos unimos a ese juego. Toda la avenida estaba llena de gente que la recorría arriba y abajo sacándose fotos, mientras los profesionales hacían su juego; actores disfrazados de personajes de películas famosas, cantantes, superhéroes... te pedían dinero para hacerse una foto contigo. Cantantes amateurs te interrumpían el paso para ponerte en las manos su último disco y pedirte dólares a cambio. Dementes vaticinaban el fin del mundo mientras leían la biblia y nos condenaban a todos a arder en el infierno. Si había un glamour allí, sería el de la noche de los Oscar supongo. No era mi estilo, pero era un lugar a visitar casi por obligación.

El barrio japonés valía la pena. Un conjunto de callecitas decoradas como lo que uno espera ver en un pueblo de Japón y llenas de restaurantes y supermercados de comida oriental, mangas y todo lo que uno pueda asociar con Japón. Quedó pendiente una visita a Little Corea, que supongo que sería más grande y más auténtico, algo como lo que fue el espectacular Chinatown de San Francisco.

El Downtown, aparte de ser un parque temático de la mendicidad y de los problemas mentales, escondía algo de lo que no había oído hablar y que me sorprendió. El Pueblo de Los Ángeles, la calle Olvera y alrededores. Olvera St. fue la primera calle de Los Ángeles fundada por misioneros españoles, que también fundaron una docena más de misiones en California, comenzando así el nacimiento de sus grandes ciudades. Hoy en día esa calle es un divertido lugar donde se respira México por los cuatro costados. Casi todos los turistas son mexicanos o descendientes, los empleados de restaurantes y tiendas también, y tacos, fajitas y margaritas se mezclan con calaveras del día de los muertos, música folclórica y camisetas de Zapata. Además, aún quedan en pie un par de casas originarias de esa época, como la de Avila Adobe y la de Pico.

Al lado había una plaza que me recordó de inmediato a aquel campo de São Francisco de Ponta Delgada, con su pérgola y todo. Quizás hasta son de la misma época. Una banda mexicana tocaba canciones tradicionales mientras pasaba la comitiva de una boda y algunas parejas se animaban a bailar como en una fiesta de pueblo, y en un rincón de la plaza, como olvidada, una estatua de Carlos III nos miraba a todos. Claro, en un principio todo había sido parte del reino. La lengua era la señal inequívoca. Se oía español a cada paso, California es medio mexicana, lo cual era reconfortante. Me sigue pareciendo maravilloso tener un nexo cultural tan fuerte en otro continente.