sábado, 8 de noviembre de 2014

La Peste, de Albert Camus.

"Sin duda, nada es más natural hoy día que ver a las gentes trabajar de la mañana a la noche y en seguida elegir, entre el café, el juego y la charla, el modo de perder el tiempo que les queda por vivir. Pero hay ciudades y países donde las gentes tienen, de cuando en cuando, la sospecha de que existe otra cosa. En general, esto no hace cambiar sus vidas, pero al menos han tenido la sospecha y eso es su ganancia."

La Invitada, de Simone de Beauvoir

"Eso significaban los treinta años: una mujer hecha. Ya era para la eternidad una mujer que no sabe bailar, una mujer que no ha tenido más que un amor en su vida, una mujer que no ha bajado en canoa el Cañón del Colorado ni atravesado a pie las planicies del Tibet. Esos treinta años no eran solamente un pasado que arrastraba tras de ella, se habían colocado todos a su alrededor, en sí misma, eran su presente, su porvenir, eran la sustancia de la cual estaba hecha. Ningún heroísmo, ningún acto absurdo podrían cambiar nada. Sin duda tenía mucho tiempo antes de la muerte para aprender el ruso, leer a Dante, ver Brujas y Constantinopla; todavía podía sembrar, aquí y allí en su vida, incidentes imprevistos, talentos nuevos; pero seguiría siendo hasta el final esta vida y no otra; y su vida no se distinguía por sí misma. En un deslumbramientos doloroso, Françoise se sintió traspasada por una luz árida y blanca que no dejaba en ella ningún repliegue de esperanza; por un momento permaneció inmóvil, mirando brillar en la oscuridad la punta roja de su cigarrillo. Una risita, unos susurros ahogados la arrancaron de su sopor: esos corredores sombríos eran siempre muy buscados. Se alejó sin ruido y volvió al escenario; ahora la gente parecía divertirse mucho."

"De pronto, cuando la orquesta hizo una pausa, la angustia que había arrastrado durante toda la noche se convirtió en pánico. Todos esos años que se habían deslizado entre sus dedos sólo le habían parecido un tiempo inútil y provisional, pero componían su única existencia, jamás conocería otra. Cuando estuviera tendido en un campo, rígido y embarrado, con su placa de identidad en la muñeca, ya no habría absolutamente nada.
—Vamos a tomar un trago de whisky —dijo."