domingo, 9 de septiembre de 2012

La niña y el río


La carretera era de tierra de un firme irregular, con abundantes agujeros y crestas y no tenía la suficiente anchura para que por ella pasasen dos vehículos. Discurría paralela al río, que en ese curso tenía unos cinco metros de orilla a orilla y una profundidad variable, que iba desde los tres metros hasta los bancos de arena y cantos que casi acariciaban la superficie del agua.

A la izquierda podía ver el río cuando la vegetación se lo permitía. La carretera de arena quedaba a unos pocos metros del agua. A la derecha se abría el espacio a unos peculiares campos de arroz que contrastaban en gran medida con el paisaje montañoso predominante en la zona. En el verano, el arroz se presentaba con un aspecto herbáceo, verde brillante y todo el campo permanecía inundado. Los bancales, elevados de la carretera a la altura de la cintura recibían el chapoteo constante de las ranas, que al notar su  presencia, saltaban a buscar refugio buceando entre el arroz.

Los campos de arroz acababan cuando el bosque volvía a ser el protagonista, juntando río con montaña y dejando que el camino continuase a la sombra de sus árboles. Unos metros después de adentrarse en la fresca sombra de éstos, a su izquierda se abría un claro que acababa en una minúscula orilla de arena, donde la vegetación daba un respiro permitiendo un paso para entrar en el río. En medio del claro, un tablón descansaba horizontal sobre dos piedras, a modo de banco improvisado. El joven dejó su mochila sobre el banco y se quitó la camiseta, dejándola sobre éste. Se descalzó y fue andando pisando el césped hasta la arena del río. Metió un pie en el agua y sintió un pinchazo de frío y pensó que sería mejor saltar al agua y nadar a contracorriente para entrar en calor.

Todo su cuerpo se sumergió en el agua sintiéndose frío pero agradable y nadó en contra de la corriente, que no era muy fuerte, así que más o menos, se situaba a la altura de la orilla. Nadó un poco más y se dio la vuelta para ver como el río seguía su curso y se dejó llevar hasta un banco de arena que había en la orilla opuesta. Se recostó sobre la arena dejando que el agua siguiese su curso, pasándole desde los pies hasta los codos, mientras tenía la parte superior de su cuerpo fuera del agua. Se sentía feliz de haber ido a bañarse al río, el paisaje era precioso, podía ver como el agua recorría ese tramo hasta llegar a él y luego seguía a sus espaldas para recorrer muchos kilómetros y acabar en el mar. Pensó que ese agua que recorría su cuerpo acabaría inevitablemente en el mar y le pareció una mentira que el río siga llevando agua siempre, que nunca se acabe ese agua, y que haya llevado agua desde hace siglos, miles de años tal vez y que cuando él muriese, ese agua seguiría corriendo inevitablemente hacia el mar, indiferente a él y a la vida.

Sintió un escalofrío, el agua estaba muy fría, pero allí se estaba muy bien y el paisaje era genial. Pero sería mejor nadar a contracorriente para alcanzar la orilla y así no salir con frío del agua. Se irguió y se lanzó hacia delante sumergiendo la cabeza sintiendo que se helaba, pero esa sensación le gustaba, le hacía sentirse vivo. Sacó la cabeza del agua y nadó fuerte hasta la orilla. Salió jadeando y entonces la vio  Una niña de unos ocho años le observaba al otro lado del claro. Iba vestida solo con la parte inferior de su bañador.

Él se secó sin dejar de mirar al otro lado del claro. No había visto personas ni coches hasta llegar allí, pero la niña iba descalza por lo que su familia y el necesario vehículo para llegar hasta esa zona debían estar cerca. Cuando acabó de secarse la cabeza, se puso la toalla sobre los hombros e hizo un intento de hablar, pero la niña sonrió y comenzó a correr hacia los campos de arroz, así que el joven no hizo ademán de seguirla y se sentó en el banco, dándole la espalda y contemplando el río.

Intentó recuperar los pensamientos que tenía sobre el río como metáfora de la vida, que acaba en la muerte inevitablemente, en el mar, como tan perfectamente había descrito Jorge Manrique hacía siglos, y pensó que quizás podría escribir un relato de todo aquello, pero la niña apareció en sus pensamientos y desvió toda su atención, ya que no se explicaba que hacía aquella niña sola ni como había llegado hasta allí. Siguió pensando en todo aquello hasta que se secó, cuando ya comenzaba a morir el día, a esas horas en las que la luz se torna anaranjada y el bosque comienza a cubrirse de sombras.

Recogió sus cosas y echó un último vistazo al río, con su corriente eterna, sin fin, y comenzó a desandar el camino en dirección a los campos de arroz. Ahora ya sólo pensaba en la niña. Ya no estaba seguro de si realmente la había visto, de alguna forma la había visto, pero la lógica le decía que ese ser no podía estar allí, tan aislada de todo, sola y descalza, tan desprotegida. Llegó a su coche y se subió, pero antes de arrancar el motor se quedó en silencio pensando en que iba a hacer a continuación y decidió que antes de volver al pueblo, daría una vuelta, ya que había visto un camino que atravesaba los campos de arroz en dirección a las montañas.

Atravesó los campos de arroz por un camino que estaba en peor estado que la carretera de tierra por la que había venido, y además a esa hora no podía ver también los baches en el camino y pensó que quizás sería mejor dar la vuelta y no jugar con la posibilidad de reventar el cárter del coche y quedarse allí tirado de noche y sin cobertura, pero la curiosidad pudo más y al llegar al otro lado de los campos contempló que el camino subía y seguía a mano derecha y comenzó a subir sin siquiera pensar ni aminorar la marcha, pese a que era una cuesta muy pronunciada.

El coche patinaba debido a la grava en algunos momentos, pero no temió perder el control y despeñarse. Miró rápidamente por el retrovisor y contempló la polvareda enorme que estaba dejando a su paso, mientras el coche gemía con cada docena de metros que avanzaba por la cuesta y con cada bache que hundía los bajos y los rozaba contra las afiladas piedras del camino, pero ahora si que no podía parar, ya que no tenía espacio suficiente para dar la vuelta sin despeñarse y desandar la cuesta marcha atrás sería una locura.

Alcanzó la cima de la colina y siguió el camino durante unos minutos que se le hicieron eternos, hasta que vio un grupo de construcciones a lo lejos, un cortijo formado por tres casas. Había un coche aparcado, un todoterreno Land Rover que debía tener más de treinta años. Paró el coche a su lado y apagó el motor. Antes de que pudiese bajar, un grupo de perros se había arremolinado alrededor del coche, curiosos por la visita que no esperaban. Abrió la puerta y avanzó torpemente entre ellos, y allí estaba ella. Colgada de una cuerda, la niña jugaba balanceándose de un árbol, siempre descalza y vestida tan solo con su parte inferior del bañador.

La niña le miró y bajo del árbol saltando sobre las piedras sin inmutarse. Le dijo hola y corrió hasta meterse en una de las casas, de las que salía una tenue luz. El joven avanzó lentamente, sin estar muy seguro de si debía estar allí o no, hasta estar a unos metros de la entrada, justo cuando un hombre salía de la casa.

- La niña nos ha dicho que te ha visto en el río antes. No suele venir mucha gente por aquí, pero eres bienvenido. Pasa, no te quedes ahí de pie, hay comida para todos.

El joven entró en la casa bastante desconcertado, siguiendo al padre de familia. Dentro estaba la niña, otra chica de unos quince años y la madre, que removía un guisado en la olla. Tenían velas encendidas y la cocina era de leña. Le invitaron a tomar asiento mientras él pensaba en las palabras que debía pronunciar en esa situación, ya que no quería parecer extrañado, sino natural y agradecido.

- Les agradezco mucho su invitación. Vi a su hija en el río y me extrañó ver a una niña tan pequeña sola, y además descalza. Me extrañó no haber visto a su familia ni algún coche cerca. No soy de la zona, pero sé que el pueblo cercano está muy lejos como para venir andando...

- La niña baja sola al río cuando quiere -comenzó la madre- aunque normalmente le acompaña alguno de los perros. Ella sabe cuidarse muy bien y conoce el camino de memoria, se ha criado aquí.

- Vienen aquí todos los veranos, ¿no es eso? - La madre sonrió, y el padre, sentado en la mesa, tomó la palabra

- No, nosotros vivimos aquí, llevamos muchos años viviendo aquí, mi hija solo recuerda este lugar como su casa.

Durante la cena, el padre fue explicando la forma de vivir de su familia y de otra que vivía al otro lado del río, en una situación idéntica a la suya, ante el desconcierto del joven.

En los años setenta, durante la transición, mucha gente pensaba que el fin de la dictadura traería consigo una política democrática real, que todo sería mejor y las personas iguales y con oportunidades para vivir mejor, pero con lo que vino después, muchos quedaron desencantados al comprobar como era el mismo perro con diferente collar. Este grupo de gente llegó a la conclusión, más allá de ideas políticas, de que era inútil esperar algo justo de la sociedad y mucho menos del estado, y que la única forma de vivir de manera justa y acorde con las ideas de uno mismo era no depender de nadie, es decir, volver a un estado primitivo donde uno mismo se consiga todo lo que necesita: comida, vivienda...

Crearon una asociación y varias familias fueron a esa zona a vivir en aquel cortijo con sus familias. Algunos sabían algo de agricultura, otros eran albañiles, otros se dedicaban a educar a los niños. Poco a poco pasaron de una situación de escasez en la que comían poco y mal a un sistema que iba funcionando a base de esfuerzo y sacrificios. Vivir en aquella situación era renunciar a mucho de lo que ofrecía la sociedad, incluso en aspectos básicos como la electricidad, pero ofrecía la única manera de estar seguro de que si todo iba mal en esta, uno sabía que podía sobrevivir sin ayuda de nadie, que era autosuficiente y con el convencimiento de que se vivía sin ser esclavo de nadie ni colaborando para que otros fuesen esclavos.

Pero se cometieron errores. En un grupo que llegó a tener medio centenar de personas, las decisiones se tomaban cuando todos y cada uno estaban de acuerdo con la solución. Esto creaba conflictos y ralentizaba o paralizaba muchos proyectos, necesarios para el buen funcionamiento de esta mini sociedad. También se negaban a utilizar maquinaria agrícola moderna, lo que hacia del trabajo del campo algo agotador e infructuoso en muchas ocasiones. Poco a poco todo esto fue mellando en el ánimo de la gente, y muchas familias decidieron volver a integrarse en la sociedad, dando por perdido el sueño de crear algo nuevo y bueno, desechándolo como algo utópico.

Actualmente, solo resistían dos familias, media docena de personas, y algunas otras que vivían en las villas de la comarca, ayudaban en lo que podían, pero todavía no se habían sumergido completamente en aquello, por miedo a dejar todo atrás y lanzarse a aquella nueva forma de vida. Aquellos padres educaban a sus hijos de la mejor manera que podían y les preparaban para que posteriormente, la sociedad les evaluase con exámenes que permitiesen demostrar sus conocimientos, y así tuviesen la oportunidad de volver al mundo que todos conocemos si así lo decidían cuando fuesen adultos. Ya uno de los hijos de esta familia estaba estudiando en otro país una carrera universitaria que se pagaba con un trabajo a media jornada, como así él mismo había decidido.

El joven agradeció efusivamente la cena y la conversación, y prometió volver a visitarles alguna vez, y les deseó la mejor de las suertes en su proyecto. Salió de la casa y se dirigió a su vehículo, pensando en que tipo de vida llevaría él mismo en toda la existencia que tenía por delante, dándole vueltas a un presentimiento que le visitaba en ocasiones de que algún día todo estallaría, el sistema fallaría, y sobre el mundo volvería a reinar la ley del más fuerte, un mundo donde nadie le ayudaría y no habría que esperar colaboración, donde sólo si uno sabía procurarse lo básico, sobreviviría.

No era esta, desde luego la idea de esa gente, sino llevar hasta el final su idea de justicia y actuar consecuentemente acorde a sus principios, no dejarse llevar por el falso sentido de libertad que impera en nuestra sociedad, donde el dinero es quien realmente ordena y rige nuestras vidas, nos dice como actuar, como educar a nuestros hijos e incluso cuales han de ser nuestros sueños. Pero ser libre exige un esfuerzo, un sacrificio que no todos podríamos soportar, una vuelta a los orígenes que significaría renunciar a una comodidad y a unos placeres que, pese a ser en su mayoría ideas huecas, ya forman parte de nosotros y parecen irremplazables.

Cuando avanzó por el camino ya dentro del vehículo, los faros del coche alumbraron a la niña, y esta le saludó mientras sonreía, y el joven pensó en ella, en que esa era la manera ideal de que una niña creciese, criada en la naturaleza, jugando en el río, temiendo los rayos durante las tormentas, educada por quienes más le quieren, corriendo descalza sobre las piedras sin sentir dolor... y pensó en esa misma niña haciéndose mayor, decidiendo al igual que su hermano ya había hecho, que quería ver el mundo exterior, salir de aquella burbuja y descubrir, maldita curiosidad, que había más allá de esos bosques y ríos, que eran todas esas maravillas que intuía cuando se acercaban ocasionalmente a una ciudad. Imaginó a la niña, ya mujer, cautivada por todas esas luces y fuegos de artificio que nos ofrece el mundo moderno, haciendo amigos que bromearían sobre su infancia y su educación, pero que la aceptarían, e imaginó a aquella mujer conociendo a un hombre, amándolo y formando una familia, trabajando en algún trabajo que aborreciese y desconociendo el motivo por el cual debía seguir acudiendo todos los días a hacer una tarea que odiaba para ganarse la vida. Y se preguntó si en algún momento esa mujer recordaría a la niña que jugaba en el río y pensaría que esa niña, al hacerse mayor, jamás podría ser feliz alejada de la naturaleza, inmersa en un mundo de apariencias y lujos innecesarios, si se sentiría vacía con aquella vida, preguntándose porque renunció a su verdad, y dándose cuenta de que ya era demasiado tarde para volver, porque ella ya no pertenecía a ese mundo, pero tampoco podía ser feliz en este, y el joven pensó que quizás para él también era demasiado tarde, que quizás nunca alcanzaría esa felicidad de conocer el sentido de su vida que tenía por seguro encontraría en un futuro, mientras lo único que veía eran los años que pasaban inexorablemente, como las aguas del río que fluían sin remedio, y entonces, mirando por el retrovisor vio por última vez a la niña, volviendo a casa enfilando un sendero entre los matorrales, sendero que llevaba a un mundo desconocido para él, y que tal vez, jamás comprendería.