domingo, 9 de septiembre de 2012

La niña y el río


La carretera era de tierra de un firme irregular, con abundantes agujeros y crestas y no tenía la suficiente anchura para que por ella pasasen dos vehículos. Discurría paralela al río, que en ese curso tenía unos cinco metros de orilla a orilla y una profundidad variable, que iba desde los tres metros hasta los bancos de arena y cantos que casi acariciaban la superficie del agua.

A la izquierda podía ver el río cuando la vegetación se lo permitía. La carretera de arena quedaba a unos pocos metros del agua. A la derecha se abría el espacio a unos peculiares campos de arroz que contrastaban en gran medida con el paisaje montañoso predominante en la zona. En el verano, el arroz se presentaba con un aspecto herbáceo, verde brillante y todo el campo permanecía inundado. Los bancales, elevados de la carretera a la altura de la cintura recibían el chapoteo constante de las ranas, que al notar su  presencia, saltaban a buscar refugio buceando entre el arroz.

Los campos de arroz acababan cuando el bosque volvía a ser el protagonista, juntando río con montaña y dejando que el camino continuase a la sombra de sus árboles. Unos metros después de adentrarse en la fresca sombra de éstos, a su izquierda se abría un claro que acababa en una minúscula orilla de arena, donde la vegetación daba un respiro permitiendo un paso para entrar en el río. En medio del claro, un tablón descansaba horizontal sobre dos piedras, a modo de banco improvisado. El joven dejó su mochila sobre el banco y se quitó la camiseta, dejándola sobre éste. Se descalzó y fue andando pisando el césped hasta la arena del río. Metió un pie en el agua y sintió un pinchazo de frío y pensó que sería mejor saltar al agua y nadar a contracorriente para entrar en calor.

Todo su cuerpo se sumergió en el agua sintiéndose frío pero agradable y nadó en contra de la corriente, que no era muy fuerte, así que más o menos, se situaba a la altura de la orilla. Nadó un poco más y se dio la vuelta para ver como el río seguía su curso y se dejó llevar hasta un banco de arena que había en la orilla opuesta. Se recostó sobre la arena dejando que el agua siguiese su curso, pasándole desde los pies hasta los codos, mientras tenía la parte superior de su cuerpo fuera del agua. Se sentía feliz de haber ido a bañarse al río, el paisaje era precioso, podía ver como el agua recorría ese tramo hasta llegar a él y luego seguía a sus espaldas para recorrer muchos kilómetros y acabar en el mar. Pensó que ese agua que recorría su cuerpo acabaría inevitablemente en el mar y le pareció una mentira que el río siga llevando agua siempre, que nunca se acabe ese agua, y que haya llevado agua desde hace siglos, miles de años tal vez y que cuando él muriese, ese agua seguiría corriendo inevitablemente hacia el mar, indiferente a él y a la vida.

Sintió un escalofrío, el agua estaba muy fría, pero allí se estaba muy bien y el paisaje era genial. Pero sería mejor nadar a contracorriente para alcanzar la orilla y así no salir con frío del agua. Se irguió y se lanzó hacia delante sumergiendo la cabeza sintiendo que se helaba, pero esa sensación le gustaba, le hacía sentirse vivo. Sacó la cabeza del agua y nadó fuerte hasta la orilla. Salió jadeando y entonces la vio  Una niña de unos ocho años le observaba al otro lado del claro. Iba vestida solo con la parte inferior de su bañador.

Él se secó sin dejar de mirar al otro lado del claro. No había visto personas ni coches hasta llegar allí, pero la niña iba descalza por lo que su familia y el necesario vehículo para llegar hasta esa zona debían estar cerca. Cuando acabó de secarse la cabeza, se puso la toalla sobre los hombros e hizo un intento de hablar, pero la niña sonrió y comenzó a correr hacia los campos de arroz, así que el joven no hizo ademán de seguirla y se sentó en el banco, dándole la espalda y contemplando el río.

Intentó recuperar los pensamientos que tenía sobre el río como metáfora de la vida, que acaba en la muerte inevitablemente, en el mar, como tan perfectamente había descrito Jorge Manrique hacía siglos, y pensó que quizás podría escribir un relato de todo aquello, pero la niña apareció en sus pensamientos y desvió toda su atención, ya que no se explicaba que hacía aquella niña sola ni como había llegado hasta allí. Siguió pensando en todo aquello hasta que se secó, cuando ya comenzaba a morir el día, a esas horas en las que la luz se torna anaranjada y el bosque comienza a cubrirse de sombras.

Recogió sus cosas y echó un último vistazo al río, con su corriente eterna, sin fin, y comenzó a desandar el camino en dirección a los campos de arroz. Ahora ya sólo pensaba en la niña. Ya no estaba seguro de si realmente la había visto, de alguna forma la había visto, pero la lógica le decía que ese ser no podía estar allí, tan aislada de todo, sola y descalza, tan desprotegida. Llegó a su coche y se subió, pero antes de arrancar el motor se quedó en silencio pensando en que iba a hacer a continuación y decidió que antes de volver al pueblo, daría una vuelta, ya que había visto un camino que atravesaba los campos de arroz en dirección a las montañas.

Atravesó los campos de arroz por un camino que estaba en peor estado que la carretera de tierra por la que había venido, y además a esa hora no podía ver también los baches en el camino y pensó que quizás sería mejor dar la vuelta y no jugar con la posibilidad de reventar el cárter del coche y quedarse allí tirado de noche y sin cobertura, pero la curiosidad pudo más y al llegar al otro lado de los campos contempló que el camino subía y seguía a mano derecha y comenzó a subir sin siquiera pensar ni aminorar la marcha, pese a que era una cuesta muy pronunciada.

El coche patinaba debido a la grava en algunos momentos, pero no temió perder el control y despeñarse. Miró rápidamente por el retrovisor y contempló la polvareda enorme que estaba dejando a su paso, mientras el coche gemía con cada docena de metros que avanzaba por la cuesta y con cada bache que hundía los bajos y los rozaba contra las afiladas piedras del camino, pero ahora si que no podía parar, ya que no tenía espacio suficiente para dar la vuelta sin despeñarse y desandar la cuesta marcha atrás sería una locura.

Alcanzó la cima de la colina y siguió el camino durante unos minutos que se le hicieron eternos, hasta que vio un grupo de construcciones a lo lejos, un cortijo formado por tres casas. Había un coche aparcado, un todoterreno Land Rover que debía tener más de treinta años. Paró el coche a su lado y apagó el motor. Antes de que pudiese bajar, un grupo de perros se había arremolinado alrededor del coche, curiosos por la visita que no esperaban. Abrió la puerta y avanzó torpemente entre ellos, y allí estaba ella. Colgada de una cuerda, la niña jugaba balanceándose de un árbol, siempre descalza y vestida tan solo con su parte inferior del bañador.

La niña le miró y bajo del árbol saltando sobre las piedras sin inmutarse. Le dijo hola y corrió hasta meterse en una de las casas, de las que salía una tenue luz. El joven avanzó lentamente, sin estar muy seguro de si debía estar allí o no, hasta estar a unos metros de la entrada, justo cuando un hombre salía de la casa.

- La niña nos ha dicho que te ha visto en el río antes. No suele venir mucha gente por aquí, pero eres bienvenido. Pasa, no te quedes ahí de pie, hay comida para todos.

El joven entró en la casa bastante desconcertado, siguiendo al padre de familia. Dentro estaba la niña, otra chica de unos quince años y la madre, que removía un guisado en la olla. Tenían velas encendidas y la cocina era de leña. Le invitaron a tomar asiento mientras él pensaba en las palabras que debía pronunciar en esa situación, ya que no quería parecer extrañado, sino natural y agradecido.

- Les agradezco mucho su invitación. Vi a su hija en el río y me extrañó ver a una niña tan pequeña sola, y además descalza. Me extrañó no haber visto a su familia ni algún coche cerca. No soy de la zona, pero sé que el pueblo cercano está muy lejos como para venir andando...

- La niña baja sola al río cuando quiere -comenzó la madre- aunque normalmente le acompaña alguno de los perros. Ella sabe cuidarse muy bien y conoce el camino de memoria, se ha criado aquí.

- Vienen aquí todos los veranos, ¿no es eso? - La madre sonrió, y el padre, sentado en la mesa, tomó la palabra

- No, nosotros vivimos aquí, llevamos muchos años viviendo aquí, mi hija solo recuerda este lugar como su casa.

Durante la cena, el padre fue explicando la forma de vivir de su familia y de otra que vivía al otro lado del río, en una situación idéntica a la suya, ante el desconcierto del joven.

En los años setenta, durante la transición, mucha gente pensaba que el fin de la dictadura traería consigo una política democrática real, que todo sería mejor y las personas iguales y con oportunidades para vivir mejor, pero con lo que vino después, muchos quedaron desencantados al comprobar como era el mismo perro con diferente collar. Este grupo de gente llegó a la conclusión, más allá de ideas políticas, de que era inútil esperar algo justo de la sociedad y mucho menos del estado, y que la única forma de vivir de manera justa y acorde con las ideas de uno mismo era no depender de nadie, es decir, volver a un estado primitivo donde uno mismo se consiga todo lo que necesita: comida, vivienda...

Crearon una asociación y varias familias fueron a esa zona a vivir en aquel cortijo con sus familias. Algunos sabían algo de agricultura, otros eran albañiles, otros se dedicaban a educar a los niños. Poco a poco pasaron de una situación de escasez en la que comían poco y mal a un sistema que iba funcionando a base de esfuerzo y sacrificios. Vivir en aquella situación era renunciar a mucho de lo que ofrecía la sociedad, incluso en aspectos básicos como la electricidad, pero ofrecía la única manera de estar seguro de que si todo iba mal en esta, uno sabía que podía sobrevivir sin ayuda de nadie, que era autosuficiente y con el convencimiento de que se vivía sin ser esclavo de nadie ni colaborando para que otros fuesen esclavos.

Pero se cometieron errores. En un grupo que llegó a tener medio centenar de personas, las decisiones se tomaban cuando todos y cada uno estaban de acuerdo con la solución. Esto creaba conflictos y ralentizaba o paralizaba muchos proyectos, necesarios para el buen funcionamiento de esta mini sociedad. También se negaban a utilizar maquinaria agrícola moderna, lo que hacia del trabajo del campo algo agotador e infructuoso en muchas ocasiones. Poco a poco todo esto fue mellando en el ánimo de la gente, y muchas familias decidieron volver a integrarse en la sociedad, dando por perdido el sueño de crear algo nuevo y bueno, desechándolo como algo utópico.

Actualmente, solo resistían dos familias, media docena de personas, y algunas otras que vivían en las villas de la comarca, ayudaban en lo que podían, pero todavía no se habían sumergido completamente en aquello, por miedo a dejar todo atrás y lanzarse a aquella nueva forma de vida. Aquellos padres educaban a sus hijos de la mejor manera que podían y les preparaban para que posteriormente, la sociedad les evaluase con exámenes que permitiesen demostrar sus conocimientos, y así tuviesen la oportunidad de volver al mundo que todos conocemos si así lo decidían cuando fuesen adultos. Ya uno de los hijos de esta familia estaba estudiando en otro país una carrera universitaria que se pagaba con un trabajo a media jornada, como así él mismo había decidido.

El joven agradeció efusivamente la cena y la conversación, y prometió volver a visitarles alguna vez, y les deseó la mejor de las suertes en su proyecto. Salió de la casa y se dirigió a su vehículo, pensando en que tipo de vida llevaría él mismo en toda la existencia que tenía por delante, dándole vueltas a un presentimiento que le visitaba en ocasiones de que algún día todo estallaría, el sistema fallaría, y sobre el mundo volvería a reinar la ley del más fuerte, un mundo donde nadie le ayudaría y no habría que esperar colaboración, donde sólo si uno sabía procurarse lo básico, sobreviviría.

No era esta, desde luego la idea de esa gente, sino llevar hasta el final su idea de justicia y actuar consecuentemente acorde a sus principios, no dejarse llevar por el falso sentido de libertad que impera en nuestra sociedad, donde el dinero es quien realmente ordena y rige nuestras vidas, nos dice como actuar, como educar a nuestros hijos e incluso cuales han de ser nuestros sueños. Pero ser libre exige un esfuerzo, un sacrificio que no todos podríamos soportar, una vuelta a los orígenes que significaría renunciar a una comodidad y a unos placeres que, pese a ser en su mayoría ideas huecas, ya forman parte de nosotros y parecen irremplazables.

Cuando avanzó por el camino ya dentro del vehículo, los faros del coche alumbraron a la niña, y esta le saludó mientras sonreía, y el joven pensó en ella, en que esa era la manera ideal de que una niña creciese, criada en la naturaleza, jugando en el río, temiendo los rayos durante las tormentas, educada por quienes más le quieren, corriendo descalza sobre las piedras sin sentir dolor... y pensó en esa misma niña haciéndose mayor, decidiendo al igual que su hermano ya había hecho, que quería ver el mundo exterior, salir de aquella burbuja y descubrir, maldita curiosidad, que había más allá de esos bosques y ríos, que eran todas esas maravillas que intuía cuando se acercaban ocasionalmente a una ciudad. Imaginó a la niña, ya mujer, cautivada por todas esas luces y fuegos de artificio que nos ofrece el mundo moderno, haciendo amigos que bromearían sobre su infancia y su educación, pero que la aceptarían, e imaginó a aquella mujer conociendo a un hombre, amándolo y formando una familia, trabajando en algún trabajo que aborreciese y desconociendo el motivo por el cual debía seguir acudiendo todos los días a hacer una tarea que odiaba para ganarse la vida. Y se preguntó si en algún momento esa mujer recordaría a la niña que jugaba en el río y pensaría que esa niña, al hacerse mayor, jamás podría ser feliz alejada de la naturaleza, inmersa en un mundo de apariencias y lujos innecesarios, si se sentiría vacía con aquella vida, preguntándose porque renunció a su verdad, y dándose cuenta de que ya era demasiado tarde para volver, porque ella ya no pertenecía a ese mundo, pero tampoco podía ser feliz en este, y el joven pensó que quizás para él también era demasiado tarde, que quizás nunca alcanzaría esa felicidad de conocer el sentido de su vida que tenía por seguro encontraría en un futuro, mientras lo único que veía eran los años que pasaban inexorablemente, como las aguas del río que fluían sin remedio, y entonces, mirando por el retrovisor vio por última vez a la niña, volviendo a casa enfilando un sendero entre los matorrales, sendero que llevaba a un mundo desconocido para él, y que tal vez, jamás comprendería.

miércoles, 11 de abril de 2012

Fragmento de La muerte lenta, de Martha Medeiros

"...Muere lentamente quien no voltea la mesa cuando está infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de un sueño, quien no se permite por lo menos una vez en la vida, huir de los consejos sensatos.
Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo..."

martes, 13 de marzo de 2012

Saudades australes

En aquel bar, que bien podría ser el último en dirección norte, ya que la carretera acababa en aquella playa en Cape Tribulation, solo encontraron al camarero y a otro hombre sentado en la barra. Eric pidió dos latas de ron con cola y otras dos para llevar que luego juntarían con las cervezas que llevaban en la nevera del coche. Con eso y la comida fría que llevaban esperaban pasar aquella tarde, la noche y volver al día siguiente por la tortuosa carretera en dirección Cairns, parando por el camino en algunos puntos interesantes que vieron a la ida, caminos forestales a pie, algunas playas pequeñas y arroyos de aguas cristalinas.

Después de pedir, Eric se fue al baño, pero el fuerte acento francés no pasó desapercibido para el hombre sentado a la barra, que miró a Martín de arriba a abajo antes de comenzar a hablar.
-¿Dónde vais?.
-¿Perdón?- Martín tenía dificultad en las conversaciones con australianos, así que el hombre lo repitió más despacio.-Ah... vamos a Cape Tribulation. Queremos acampar esta noche allí.
-Oh, es un lugar muy bonito, pero debéis ir rápido o la noche se os echará encima, aún os quedan un par de horas para llegar, o algo menos si vais rápido.
-Si, está es la última parada que hacemos antes de llegar.
-¿De donde eres?.
-De España.
-Vaya, vienes de muy lejos.

Eric volvió del baño y abrió la lata negra que mostraba un dibujo de un oso polar blanco. Sabía fuerte a ron, pero tenía buen sabor. Eran caras, pero Martín tenía curiosidad y no quería irse sin probarlas. El hombre de la barra habló con Eric, quien le explicó, manejándose bastante mejor en inglés que su amigo, que Martín estaba visitando Queensland unos días y que él llevaba ya medio año trabajando en Australia. El hombre parecía interesado, al parecer no llegaban muchos extranjeros por aquella zona, y, por la situación tan aislada del bar, se diría que no llegaba nadie, que ese hombre y el camarero eran los únicos seres humanos en un par de cientos de kilómetros a la redonda.

Se despidieron y subieron al coche con las otras dos latas que reservaron en la nevera donde llevaban hielo y cervezas. Abrieron dos cervezas frías y se las bebieron sentados en el coche con las puertas abiertas, en el parking, mientras Eric liaba algunos cigarrillos. Luego Eric arrancó el motor y comenzaron el último tramo del camino. Más y más carretera, rodeada de jungla, que ocasionalmente dejaba ver a la derecha el Mar de Coral, tranquilo, sin una ola. El aire era fresco, pero no pasaban frío pese a llevar la ventanilla bajada. El cielo estaba nublado y se notaba mucha humedad en el ambiente, tanto que llegó a caer una fina llovizna durante parte del trayecto.

Ocasionalmente cruzaban canales, la carretera bajaba y daba la sensación de atravesar el curso de un pequeño río, sólo que estos estaban secos en aquella época del año, Agosto, pese a que era el invierno austral, pero según decía Eric, el verano era la época de lluvias, y entonces si era difícil pasar esos canales, porque pequeños arroyos cruzaban la carretera, y si no tenías un coche preparado para eso, podías quedar atascado en medio.

Conducían sin prisa, bebiendo y mirando el paisaje, aunque ya sin tanto interés después de horas contemplando la exuberante vegetación. Por fin llegaron a Cape Tribulation, donde no llovía y quedaban pocas nubes. Aparcaron en un pequeño claro, sin ningún coche a la vista, bajaron y decidieron dar un paseo para aprovechar el par de horas de sol que aún quedaban. Salieron a la playa, que estaba a unos cien metros del coche, por un camino que no era tal, simplemente no había árboles ni plantas altas, pero el suelo era el mismo que el del resto de la jungla, hojas húmedas y barro. Antes de llegar a la playa, la familiar señal de peligro de medusas y cocodrilos y una botella con vinagre, para aliviar una posible picadura de medusa. Martín sintió un escalofrío al pensar en lo aislados que estaban y el tipo de fauna que había en el lugar.

Caminaron por la playa hacía la derecha, pisando descalzos la gruesa arena blanca, hacia el sur, llegando a una colina que se elevaba del mar unos veinte metros, y desde donde podían contemplar toda la playa al atardecer. La arena tenía unos treinta metros de ancho, y luego la jungla se mostraba como un muro verde oscuro, impenetrable en algunos puntos, y con aquella luz, nada apetecible. A sus pies, empezaba la playa desierta para acabar en un punto donde la jungla parecía unirse al mar, a un par de kilómetros de distancia. No había ni un rastro humano a la vista.

Volvieron al coche y cogieron sus mochilas, la bolsa de la comida, y llevaron la pesada nevera entre los dos. Avanzaban torpemente por el camino hacía la playa, tropezando con ramas y plantas, y peleando con la nevera. Al fin llegaron a la blanca arena y Martín puso su toalla y se sentó sobre ella, mientras Eric se estiraba en la arena y sugería un baño en aquella playa perdida del mundo, cuando parecía que en cualquier momento caería la noche sobre ambos sin remedio. Martín rechazó la sugerencia, y es que, pese a que no se lo había confesado a su amigo, tenía miedo al mar, y si era de noche, ese miedo era fobia. Sería incapaz de meterse más allá de los tobillos en las negras aguas.

-¿No te parece maravilloso este lugar? Posiblemente somos las únicas personas en muchos kilómetros de distancia. Quizás esos tipos del bar donde compramos las latas son las personas más cercanas a nosotros.

-¿No te da miedo que estemos tan aislados? Quiero decir, si nos pasase algo, el otro tendría que conducir durante un par de horas, en medio de la noche por esa carretera horrible. Aquí ni siquiera funcionan los móviles...- Eric se quedó a medias en el trago que le estaba dando a la cerveza e interrumpió a su amigo.
-¡Oh, por favor! ¡Deja de preocuparte y disfruta!. Nunca volverás a un sitio como este. No nos va a pasar nada, en esta época los cocodrilos se alejan de estas playas. ¿Por qué no abres otra cerveza?.

Martín siguió bebiendo y se relajó. Le pareció que ahora hablaba sin dificultad el inglés con su amigo, y le entendía perfectamente, algo que no sucedió cuando llegó una semana antes a Australia y se sorprendió de lo bien que hablaba Eric inglés y recordó que no hablaba ni una palabra cuando lo conoció. Estaba empezando a disfrutar de aquella excursión. Hablaron sobre anécdotas divertidas de su época en las islas Azores, y de la gente que les acompañaba por aquel entonces.

-...cuando fuimos en el barco para ver ballenas, ¿recuerdas?. Me tiré a nadar, esperando ver un delfín. Buceaba alrededor de la barca, y en un momento, me pareció ver un tiburón.
-¿Estás seguro de que fue un tiburón?
Joder, no me quedé a averiguarlo, salí de un salto del agua!. -Los dos reían mientras la cerveza de Eric se caía a la arena para perderse. -Oh, merde!.

La noche ya había llegado y sólo quedaba algo de luz por encima de los árboles de la jungla, que contrastaba con la negrura inquietante de ésta, pero ellos le daban la espalda, mirando el mar, y las primeras estrellas comenzaban a brillar sobre éste.
-¡Oh, joder! Nunca habría pensado que estaría contigo aquí, viendo este paisaje.
-Bueno, preferiría estar con una chica en lugar de contigo, pero creo que no hay muchas en esta playa...- Los dos rieron la broma de Eric y Martín miró a su amigo para luego preguntar.
-¿Echas de menos los días de Sao Miguel?- La pregunta puso en guardia a Eric.
-Bueno... ya sabes... en algunos momentos pienso que nunca encontraré un lugar como aquel, pero, ¡que coño! ¡Estamos en Australiaaaaa!- Su grito sonó más a alegría que a rabia contenida.
-Si, creo que lo mejor es guardar el bonito recuerdo de lo bien que lo pasamos aquellos días, fue algo irrepetible.
-Si, tío. Creo que fueron los mejores días de mi vida. Australia es increíble, es enorme, la naturaleza te deja sin respiración, y he conocido a gente muy interesante, pero creo que nunca será lo mismo que aquellos meses. No es ni mejor ni peor, simplemente creo que es diferente, ya sabes.
-Si, te entiendo. Pero tu al menos estás aquí, yo sigo en Valencia y me digo que tengo que seguir con mi vida, fijarme algún objetivo, pero cada vez la monotonía se apodera de mi con más fuerza. Además, no se si seguiré con el trabajo en el bar cuando vuelva, todavía no lo sé. Si sigo me iré a vivir sólo y quizás vea las cosas de otra manera que viviendo con mis padres.
-Seguro tío.- Eric abrió otra cerveza mientras Martín sacaba un sándwich de la bolsa.

Siguieron hablando de cosas triviales y cenando sus sandwiches mientras la luz iba desapareciendo, pero pese a que la oscuridad hacía que todo pareciera más inseguro, la cerveza reconfortaba a Martín, que le iba perdiendo el miedo al lugar y empezando a disfrutar de su belleza. Después de reírse de alguna cosa sin importancia, se quedaron en silencio hasta que Eric habló.
-Bueno, ¿y tu que tal? ¿muchas chicas en Valencia?
-¡No! Creo que Dios me está castigando por lo mal que me porté en Sao Miguel.- Eric se atragantó con ese comentario y Martín se rio de él. -...No, en serio, creo que voy a estar mucho tiempo sólo, ni siquiera hablo con chicas cuando salgo con mis amigos, creo que me espera una larga travesía por el desierto...
-¡Oh por favor! ¡Por mucho que llores no voy a follar contigo aunque solo estemos tu y yo en esta playa!- Los dos rompieron a reír. -Tu mismo siempre me has dicho que hay muchas mujeres...
-Si, tienes razón. Pero no son las mujeres. Bueno no sólo eso. Es que pienso en aquella época... Siempre íbamos juntos a todas partes, y no sólo me refiero que conocimos a todas aquellas chicas. Es que durante la semana ya estaba deseando que llegase el próximo fin de semana, ¿sabes? Roberto, tu, yo y todos los demás. Cada noche era una historia diferente, siempre nos pasaban todas aquellas cosas divertidas y nunca sabíamos como íbamos a acabar la noche.
-Buenos tiempos. Recuerdo cuando nos reuníamos entre semana para contarnos como habíamos acabado cada uno el fin de semana. Bebíamos mucho.- Miró a su cerveza, ya casi vacía y se rió. -¡No como ahora!- Martín se quedó pensativo.
-A veces pienso que quizás idealizamos esos días. Siempre bebiendo, y trabajábamos poco, era fácil esa vida.
-¡Habla por ti, cabrón!
-Si. Pero ya me entiendes, era como una fiesta continua.
-Te entiendo, pero no lo veo así. Tuvimos mucha suerte, éramos un buen grupo. Tuvimos suerte de coincidir en un lugar y en un momento único. -Martín asentía lentamente.

Martín apenas distinguía ya la silueta de su amigo, pues la luz se iba rápidamente. Unos molestos insectos, parecidos a moscas pero del tamaño de grillos habían aparecido desde hacía un rato. Se posaban en los pies sin que se diese cuenta y al rato le mordían. Sólo se iban cuando los tocaba con las manos, y al cabo de unos minutos ya tenía otro. Pero el paisaje era precioso y la conversación se tornaba cada vez más interesante, así que Martín no se preocupaba ya de la fauna, en parte gracias al alcohol. La noche tenía luna, y ésta se reflejaba en el mar. Arriba las estrellas parecían infinitas. Martín se mareaba y sentía vértigo cuando miraba arriba y veía aquellas luces que atravesaron millones de kilómetros durante millones de años para llegar hasta esa misma playa esa misma noche mientras ellos hablaban, insignificantes en el universo. Se sentía insignificante, pero feliz.

-Sería genial si hubiese venido Roberto, ¿no?
-Por supuesto. Ojalá estuviese aquí. Imagina la cara que puso cuando le llamamos por teléfono el otro día.- Eric sonrió maliciosamente.
-El pobre estaba durmiendo, debía ser de madrugada en España.
-Aún así se alegró de hablar con nosotros. Realmente es un buen tipo. ¿Os veis mucho en Valencia?
-Bueno, normalmente una vez a la semana, en mis días libres, el miércoles.- Martín se paró a pensar. -Pero no es lo mismo.
-¿Que quieres decir?
-Quiero decir que no es lo mismo que en Sao Miguel. No sabría explicarlo, parece que nos comportamos de manera diferente, a veces me parece otra persona diferente a la que conocí allí.- Martín se quedó pensativo. -Es como si no tuviese la energía que tenía antes, esas ganas intensas de vivir, de sorberle el jugo a la vida, antes vivía como si fuesen sus últimos días y tuviese que aprovecharlos.
-Creo que ninguno de nosotros somos la misma persona desde que dejamos las islas.
-En eso tienes razón. Hablo de él, pero quizás yo también he cambiado desde que llegué a Valencia. Además tengo la sensación de que le he defraudado de alguna manera. -Eric hizo una mueca de no comprender. -Me refiero a que parece que no estemos tan compenetrados como antes. A veces no me siento cómodo cuando hablo con él, me resulta un desconocido. No es como contigo, contigo hablo sin preocuparme de lo que digo, pero con él a veces tengo problemas, me preocupa molestarle o lo que piense de mi...
-No te sigo tío... -Eric abrió otra cerveza y le pasó una a Martín.
-Es como si él representase todo lo que viví aquellos días, como si los personificase en él, y me da miedo perderlos, y al mismo tiempo se desdoblase en otra persona, a la que no conozco, la que veo en Valencia la mayoría del tiempo que paso con él.
-¿Acaso os lleváis mal? Has dicho que os veis todas las semanas.
-No, para nada. Creo que lo estoy liando todo... debo estar borracho.
-Por favor sigue, me interesa mucho lo que dices.
-Es sólo que... creo que me gustaría que todo fuese como antes. Que fuésemos uña y carne otra vez. Creo que durante esos meses fue el mejor amigo que tuve nunca, y fue más que eso, fue como un hermano para mi.
-Te entiendo, para mi vosotros dos también fuisteis como hermanos mayores. ¿Recuerdas como era cuando llegué? ¡Si ni siquiera hablaba inglés!.
-Y ahora podrías darme clases...
-Tampoco exageres, solo te falta practicar, mate.- Eric dejó de mirar al mar y miró a su amigo. Martín notó la mirada de aquella silueta en la oscuridad. -Pero sigo sin entenderte.
-No sé explicarlo, lo siento. Lo he intentado, pero no puedo. Quizás sea que mi vida en Valencia no es lo que esperaba y le culpo a él porque es lo único que me queda de esa época. -Eric dio una palmada en la espalda de su amigo mientras los dos miraban el horizonte, que reflejaba la luna sobre el mar. -A veces la vida no es como la imaginamos, ¿eh?
-Si tío. ¿O acaso imaginabas hace un par de años que ibas a estar mirando las estrellas conmigo esta noche? ¿Podías imaginar a dos amigos en el otro lado del mundo hablando sobre la vida bebiendo unas cervezas? ¿Acaso podías si quiera soñar con recorrer miles de kilómetros y llegar a estar tan lejos de todo? Esto es maravilloso.
-Tienes razón, nunca sabemos que nos espera dentro de unos años, ni siquiera dentro de unos meses.
-¿Y no es maravilloso?
-Absolutamente maravilloso. Brindemos por Roberto. -Los dos amigos chocaron sus botellines y bebieron un largo trago a su salud. Se quedaron en silencio y Martín pensó en Roberto. Le echaba de menos. Habría dado lo que fuera por tenerle allí esa noche, junto con Eric, las estrellas, la playa, la jungla... Por compartir aquel momento, por engrandecer la amistad. Pensó que la amistad es con seguridad, lo más valioso que tenía en su vida. No tenía mucho dinero, pero al menos tenía buenos amigos que le querían y ese pensamiento le reconfortó. Se tumbó boca arriba y cerró los ojos y se sintió mareado y los volvió a abrir y contempló la infinidad del universo que le hacía sentirse insignificante, le daba vértigo, al igual que la vida que tenía por delante le daba vértigo y se sintió feliz por estar aquella noche con su amigo, por aquella playa, por aquel cielo lleno de estrellas, por haber conocido a Roberto y a todos los demás y por sentir ese vértigo, y deseó sentir ese vértigo durante todo lo que le quedaba de vida, y después siguió bebiendo con su amigo, y hablando de viajes que harían juntos, y durante esa noche siguió sintiendo el vértigo, el vértigo y la felicidad.

martes, 28 de febrero de 2012

Monólogo final de Charles Chaplin en "El Gran Dictador"

Lo siento.

Pero yo no quiero ser emperador. Ese no es mi oficio, sino ayudar a todos si fuera posible. Blancos o negros. Judíos o gentiles. Tenemos que ayudarnos los unos a los otros; los seres humanos somos así. Queremos hacer felices a los demás, no hacernos desgraciados. No queremos odiar ni ayudar a nadie. En este mundo hay sitio para todos y la buena tierra es rica y puede alimentar a todos los seres. El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido. La codicia ha envenenado las armas, ha levantado barreras de odio, nos ha empujado hacia las miserias y las matanzas.

Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. El maquinismo, que crea abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado, sentimos muy poco.

Más que máquinas necesitamos más humanidad. Más que inteligencia, tener bondad y dulzura.

Sin estas cualidades la vida será violenta, se perderá todo. Los aviones y la radio nos hacen sentirnos más cercanos. La verdadera naturaleza de estos inventos exige bondad humana, exige la hermandad universal que nos una a todos nosotros.

Ahora mismo, mi voz llega a millones de seres en todo el mundo, millones de hombres desesperados, mujeres y niños, víctimas de un sistema que hace torturar a los hombres y encarcelar a gentes inocentes. A los que puedan oírme, les digo: no deseperéis. La desdicha que padecemos no es más que la pasajera codicia y la amargura de hombres que temen seguir el camino del progreso humano.

El odio pasará y caerán los dictadores, y el poder que se le quitó al pueblo se le reintegrará al pueblo, y, así, mientras el Hombre exista, la libertad no perecerá.

Soldados.

No os entreguéis a eso que en realidad os desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestras vidas y os dicen qué tenéis que hacer, qué decir y qué sentir.

Os barren el cerebro, os ceban, os tratan como a ganado y como carne de cañón. No os entreguéis a estos individuos inhumanos, hombres máquina, con cerebros y corazones de máquina.

Vosotros no sois ganado, no sois máquinas, sois Hombres. Lleváis el amor de la Humanidad en vuestros corazones, no el odio. Sólo lo que no aman odian, los que nos aman y los inhumanos.

Soldados.

No luchéis por la esclavitud, sino por la libertad. El el capítulo 17 de San Lucas se lee: "El Reino de Dios no está en un hombre, ni en un grupo de hombres, sino en todos los hombres..." Vosotros los hombres tenéis el poder. El poder de crear máquinas, el poder de crear felicidad, el poder de hacer esta vida libre y hermosa y convertirla en una maravillosa aventura.

En nombre de la democracia, utilicemos ese poder actuando todos unidos. Luchemos por un mundo nuevo, digno y noble que garantice a los hombres un trabajo, a la juventud un futuro y a la vejez seguridad. Pero bajo la promesa de esas cosas, las fieras subieron al poder. Pero mintieron; nunca han cumplido sus promesas ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres sólo ellos, pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia.

Luchemos por el mundo de la razón.

Un mundo donde la ciencia, el progreso, nos conduzca a todos a la felicidad.

Soldados.

En nombre de la democracia, debemos unirnos todos.

lunes, 16 de enero de 2012

Estamos viviendo, y nuestros días serán para siempre

Pienso en París y me pregunto si conseguiré retener en la memoria esos días para siempre. Recuerdo como dudábamos de si el tren que cogíamos era el correcto, el que nos llevaría hasta el centro de la ciudad, y recuerdo como mirábamos el plano de metro que nos parecía un laberinto las primeras veces, y recuerdo como subíamos la calle Cardenal Lemoine, desde la parada del metro hasta el cruce con Rue Descartes, con las maletas a cuestas, sintiendo el frío en la cara de un diciembre francés, pero acalorados por el esfuerzo, y como nos recibió la casera, y como nos reíamos de su manera de hablar mientras descansábamos en el sofá de nuestro pequeño apartamento, con las maletas a un lado, eufóricos de tener una semana por delante en París.

Luego pasaron muchas cosas, sobretodo dentro de nosotros. Andábamos titubeando nuestros primeros días, pero felices, y luego felices pero sin dudar, en una ciudad que era nuestra, solo tuya y mía y que siempre nos pertenecerá. Paseamos esa noche, recorriendo las calles del barrio latino, mirando todas las tiendas, tan diferentes a lo que vemos en España, y yo ya estaba feliz de haber viajado a París contigo, porque solo ese paseo ya valió todo lo que gastamos allí, y a lo lejos vimos la parte alta de la Catedral de Notre-Dame, guiándonos hacia ella como un faro a los barcos en la oscuridad de una tormenta. Y yo pensaba que siempre será un lugar especial, aunque lleguen inmigrantes asiáticos, magrebíes o africanos con sus negocios, cambiándole la cara a ese barrio, pero por eso mismo seguirá vivo, en metamorfosis. Notre-Dame nos recibió de una manera íntima, sin las multitudes que veríamos días más tarde, como para darnos la bienvenida de una manera especial, para que admirásemos la enormidad de su historia mientras la observábamos desde la plaza, desde los puentes, desde el río...

Recuerdo la ilusión que me hizo bajar pronto, por la mañana, al día siguiente de haber llegado y encontrar la placa que decía que Ernest Hemingway vivió varios años en nuestro edificio, que el día anterior permanecía oculta por los toldos de los restaurantes. Y recuerdo la foto que me hiciste con ella, y como mirábamos el mapa a cada momento, y yo sentía algo raro al dirigirnos a Gare d'Est para abandonar París solo unas horas después de haber llegado, y pensaba en como Hemingway miraría esas calles hace noventa años, cuando todo eso ya estaba antes de que nosotros naciéramos, y antes de que los estudiantes explotasen en la última rebelión juvenil europea, y antes de que Hitler pasease creyéndose Dios por las solitarias calles, y antes de que el mismo Hemingway se emborrachase de alcohol y de vida por las mismas calles por las que tu y yo viviríamos una semana.

Recuerdo la lluvia que nos recibió en Reims, y me sorprendí a mi mismo sintiéndome seguro pese a la lluvia, pese al frío, todo porque estabas a mi lado y contigo siempre me he sentido seguro y feliz, y pensaba en eso mientras vagabundeábamos sin rumbo por las calles, probando el vino caliente y mirando todos los detalles, sin querer perder nada de esos días, ni siquiera la lluvia ni el frío. Comimos bien en un restaurante, mientras en la mesa de al lado nos miraban raro porque les habíamos copiado la comida cuando tu pediste lo mismo que ellos señalándoles directamente, y nos reímos, y caminamos, caminamos y caminamos, y también vimos a los ancianos franceses jugando a las cartas en un bar en aquel invierno francés.

Y luego vino la catedral. Fue mágico estar en una plaza a oscuras, con toda aquella multitud mirando aquella construcción de ochocientos años, y como se iluminó, y como permanecimos concentrados en aquellas luces, y como nos acercamos después a ver a los santos, que parecían pintados gracias a esa luz. Y luego volvimos a París, al apartamento, a nuestra casa.

Pasaron muchas cosas esos días. Recuerdo esa noche que nos emborrachamos en un bar lleno de estudiantes, y como éramos felices rodeados de juventud y alegría, en el día previo al fin de año, y todo se nos puso de cara, y el camarero nos invitaba, y la chica francesa habló con nosotros y nos recomendó lugares, y aquella pareja que también estaba de vacaciones, a los que abordé cuando tu fuiste al baño, porque te daba vergüenza que les preguntase si hablaban español. Lo pasamos bien y bebimos los cuatro juntos y brindamos por París, y tu no parabas de reír.

Caminamos una eternidad una noche, volviendo a nuestra casa, perdidos y desconcertados, cuando los trenes se pararon a las dos y nos abandonaron en un punto indeterminado. Pero siempre salimos airosos, y contigo siempre veo todo positivo, y eso sirvió para que se me grabase una imagen mágica, cuando ya estábamos en nuestro barrio, subiendo la cuesta que daba a nuestra calle y miré hacía la derecha a través de un callejón y vi la cúpula enorme del Panteón, donde están enterrados todos esos hombres grandes de Francia, justo al lado de casa, y pensaba como un barrio puede albergar casas tan humildes como la nuestra y construcciones con tanta historia y grandeza como esa.

Recuerdo ver París desde la Torre Eiffel, y el vértigo que sentía cuando miraba hacia arriba, y la gracia que a ti te hacía que alguien sienta vértigo mirando arriba y no abajo, y nos abrazamos y nos besamos, y caminamos, caminamos y caminamos. Ese día comimos en un pequeñísimo restaurante francés, con sus manteles de cuadros rojos y blancos, su suelo, paredes y vigas del techo de madera, como las de nuestra casa, y aún saboreo aquella tarta de limón casera y veo al camarero agachado hablándonos en inglés con ese acento francés.

Montmartre fue mi lugar preferido de París, pero antes tenía miedo porque dos años antes estaba lleno de carteristas, pero siempre se nos ponía todo de cara, y después de subir al Sacre-Coeur, recorrimos sus callecitas, empinadas y empedradas, con cientos de artistas en aquella plaza, donde te abordaban para hacerte una caricatura, y recuerdo esos callejones donde no había nadie, a solo unos metros del bullicio de turistas, y como descubríamos en cada rincón pequeños parques centenarios, la tumba de Saint Dennis, escaleras de piedra que nos hacían callejear sin remedio y cientos de maravillas.

El cementerio con Oscar Wilde y los besos de pintalabios marcados en su cristalera, Jim Morrison, con sus admiradores, sus flores y sus botellas de Whiskey, el Moulin Rouge, ya sin ese alma que tuvo cuando artistas y prostitutas se mezclaban en la locura de finales del siglo XIX, y pienso que ya no quedan artistas, solo prostitutas, pero permanece París, porque es verdad que París no se acaba nunca, y nos acogió, nos dio la felicidad, nos mostró su belleza, nos inspiró. Todo eso ya se acabó para nosotros, hasta que volvamos a visitarlo, y será muy bonito otra vez, pero nunca será igual, y pienso en todo aquello mientras escribo esto y me pregunto si dentro de muchos años lo recordaré tan bien como lo recuerdo ahora, y si recordaré tu cara irradiando felicidad y haciéndome feliz a mi, y si después de que nosotros desaparezcamos, alguien sentirá lo mismo que nosotros mientras recorre esas calles, y después de ellos vendrán otros, pero nosotros ya formaremos parte de la historia, porque esa fue nuestra ciudad y porque esos días serán para siempre.